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INTRODUCCIÓN
CAPITULO I
CÓMO SE ESCRIBIÓ LA BIBLIA
ANTIGUO TESTAMENTO.
NUEVO TESTAMENTO
CAPITULO II
PANORAMA
HISTÓRICO - LITERARIO DE LA BIBLIA
CAPITULO III
LOS IDIOMAS DE LA BIBLIA
VERSIONES DE LA BIBLIA
CAPITULO IV
LOS LIBROS DE LA BIBLIA
LIBROS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
PENTATEUCO (5)
HISTÓRICOS (16)
POÉTICOS Y SAPIENCIALES (7)
PROFETAS MAYORES (6)
PROFETAS MENORES (12)
LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO ( 27 LIBROS )
LOS EVANGELIOS (4)
CARTAS DE SAN PABLO (13)
CAPITULO V
LOS LIBROS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
EL PENTATEUCO
LOS LIBROS POÉTICOS O SAPIENCIALES
LOS LIBROS HISTÓRICOS
LOS PROFETAS MAYORES
LOS PROFETAS MENORES
CAPITULO VI
NUEVO TESTAMENTO
LOS SANTOS EVANGELIOS
LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES
LAS EPÍSTOLAS DE SAN PABLO
LAS CARTAS
INTRODUCCIÓN
La Biblia en el Hogar
En casi todos los hogares cristianos existe una Biblia, sin
embargo no significa que sea el libro más leído. Existe
conciencia que la Biblia es el Libro Sagrado de la casa, pero
para muchos, la Biblia sigue siendo un hermoso libro cerrado que
adorna nuestra biblioteca personal.
Una pregunta válida es porque no es el libro más leído y la
respuesta parece ser, que es una lectura agotadora, porque
invita a pensar y a reflexionar con gran intensidad, es así,
como muchos comienzan a leerla, pero después de algunos
capítulos la dejan de lado, esto sucede en muchos casos porque
no es fácil comprender lo que se lee.
En efecto, la Biblia nos presenta rápidamente muchos nombres y
lugares desconocidos, y si no sabemos ubicarnos geográficamente
e históricamente, nos perdemos.
Es así como para muchos, la Biblia es un libro que les resulta
extenso y difícil.
Uno de los grandes problemas de leer la Biblia sin tener una
mínima noción técnica de lo que se lee, es la interpretación
parcial, en algunos casos caprichosas, otra errónea y lo mas
grave es la fanática, entonces esto muchas veces se transforma
en algo mas cercano a lo odioso que a lo amoroso que hay en
ella, con el agravante de ser una invitación a adherirse a
sectas y al alejamiento de la iglesia. Esto es válido para todas
la Iglesias Cristianas y en especial para la católica, donde
mucha gente llega a apartarse por ignorancia en la fe.
Otros de los errores, es la lectura al azar, sin reflexión, sin
orden o sin motivo, y sin alguna explicación, es bueno por
tanto, tener una cierta metodología para introducirse en ella.
Ahora, es bueno comprender que no basta leer la Biblia con fe y
devoción, es necesario o recomendable, unir fe, la oración y la
devoción con el estudio sistemático y metodológico y con una
mínima preparación, esto es hay que prepararse para leerla.
Entonces es bueno intentar resolver las preguntas siguientes:
¿Cómo leerla?, ¿por donde comienzo?, ¿Cómo comenzar?, ¿A quien
le pregunto?, ¿Que necesito tener a mano?
Como leer la Biblia
Ante de inicial la lectura es bueno se encomiende a Dios, que le
pida al poder del Espíritu Santo entendimiento y sabiduría para
que pueda entenderla, ya que el hombre canal no entiende las
cosas espirituales. trate de leerla a la misma hora de siempre,
donde nadie le moleste o le interrumpas, léala por versículos y
medítelos.
Es muy bueno que empieces por los evangelios precisamente por
San Juan, para que entienda el Plan de salvación que tiene Dios
para usted, así la comprenderá mejor.
Parece que una buena recomendación la paciencia en la lectura y
luego la disciplina de la lectura.
Otro punto necesario a resolver es que tipo de Biblia leo,
porque hay algunas diferencias, yo recomiendo la Biblia versión
Reina Valera, La de Jerusalén y la Biblia Latinoamericana entre
las muchas buenas existente. En todo caso es bueno elegir las de
última edición, o las más modernas, ya que con ediciones
demasiadas antiguas, incluso incompletas, sin introducciones, ni
comentarios; o con ediciones de bolsillo, no se pueden completar
una lectura o un estudio serios con ellas.
También es bueno contar con un Atlas Bíblico a mano, a fin de
consultar geográficamente los hechos.
Una metodología que recomiendo, es la Biblia personal de estudio
y reflexión, de preferencia no muy pequeña, y de papel fuerte, y
especialmente que tenga un buen margen, esto para ir subrayando
los fragmentos más importantes y las cosas significativas, con
posibilidad de ir poniendo anotaciones de interés, como algunas
reflexiones, impacto de lo leído, significado en nuestra vida,
etc.
Otro punto de interés es el conocimiento del texto, esto es, el
índice, abreviaturas, fe de erratas, introducciones, notas de
editor, notas al margen, explicaciones especiales, etc. Esto es
una gran ayuda para conocer lo que se leerá.
Conociendo la Biblia
¿Qué es la Biblia?
Biblia palabra de origen griego, de donde proviene la palabra
biblioteca, que quiere decir: libros. Este conjunto de libros al
que llamamos Biblia se fue componiendo a lo largo de varios
siglos. Transmisión oral, escrita y como la conocemos hoy.
¿Cuándo fue escrita la Biblia?
La Biblia
no fue escrita de golpe, llevó mucho tiempo, más de 1000 años.
Comenzó a escribirse alrededor del año 1250 a.C. y se puso punto
final sólo cien años después del nacimiento de Jesús.
La Biblia
como hoy la tenemos, pasó por muchas etapas. Primero fue vivida,
después fue contada y luego, para que perdure, escrita.
¿En qué lengua se escribió la Biblia?
La Biblia
se escribió en tres lenguas diferentes: hebreo, arameo y griego.
En el tiempo de Jesús el pueblo de Palestina hablaba el arameo
en casa, usaba el hebreo en la lectura de la Biblia y el griego
en el comercio y la política.
¿Dónde fue escrita la Biblia?
Antiguo Testamento: Palestina, Babilonia, Egipto.
Nuevo Testamento: Palestina, Siria, Asia Menor, Grecia, Italia.
¿Cuántos libros?
La Biblia
consta de 66 libros, separados así:
Antiguo Testamento: 39 Libros
Nuevo Testamento: 27 libros.
Total 66 libros.
CAPITULO I CÓMO SE ESCRIBIÓ LA BIBLIA
En la condescendencia de su bondad, Dios, para revelarse a los
hombres, les habla en palabras humanas: "La Palabra de Dios,
expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje
humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra
débil condición humana, se hizo semejante a los hombres" (DV
13).
Dios es el autor de la Sagrada Escritura. "Las verdades
reveladas por Dios, que están contenidas y se manifiestan en la
Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu
Santo." Él ha inspirado a los autores humanos de los libros
sagrados.
La Tradición
apostólica hizo discernir a la Iglesia qué escritos constituyen
la lista de los Libros Santos. Esta lista integral es llamada
"Canon de las Escrituras". Canon viene de la palabra griega "kanon"
que significa "medida, regla".
El Canon comprende para el Antiguo Testamento 46 escritos, y 27
para el Nuevo. Estos son: Génesis, Éxodo, Levítico, Números,
Deuteronomio, Josué, Jueces, Ruth, los dos libros de Samuel, los
dos libros de los Reyes, los dos libros de las Crónicas, Esdras
y Nehemías, Tobías, Judit, Ester, los dos libros de los Macabeos,
Job, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de
los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías, Jeremías,
las Lamentaciones, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós,
Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías, para el Antiguo Testamento.
Para el Nuevo Testamento, los Evangelios de Mateo, de Marcos, de
Lucas y de Juan, los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas de
Pablo a los Romanos, la primera y segunda a los Corintios, a los
Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, la
primera y segunda a los Tesalonicenses, la primera y segunda a
Timoteo, a Tito, a Filemón, la Epístola a los Hebreos, la
Epístola de Santiago, la primera y segunda de Pedro, las tres
Epístolas de Juan, la Epístola de Judas y el Apocalipsis.
ANTIGUO TESTAMENTO.
Los judíos consideraban que existían dos cánones de los Libros
Santos: el Canon Breve (palestinense) y el Canon Largo
(alejandrino).
El Antiguo Testamento en hebreo (Canon Breve) está formado por
39 libros y se divide en tres partes: " La Ley", "Los Profetas"
y "Los Escritos".
El Antiguo Testamento en griego (Canon Largo) está formado por
46 libros. La versión griega de la Biblia, conocida como de los
Setenta, cuenta con 7 libros más: Tobías, Judith, Baruc,
Eclesiástico, I y II de Macabeos y Sabiduría.
Además, algunas secciones griegas de Ester y Daniel. Estos
libros son conocidos frecuentemente, aunque la expresión no sea
necesariamente la más adecuada, como "deutero-canónicos".
Los judíos en Alejandría tenían un concepto más amplio de la
inspiración bíblica. Estaban convencidos de que Dios no dejaba
de comunicarse con su pueblo aún fuera de la Tierra Santa, y de
que lo hacía iluminando a sus hijos en las nuevas circunstancias
en que se encontraban.
Los Apóstoles, al llevar el Evangelio al Imperio Grecorromano,
utilizaron el Canon Alejandrino. Así, la Iglesia primitiva
recibió este canon que consta de 46 libros.
En el siglo III comenzaron las dudas sobre la inclusión de los
así llamados "deuterocanónicos". La causa fueron las discusiones
con los judíos, en las cuales los cristianos sólo utilizaban los
libros proto-canónicos. Algunos Padres de la Iglesia hacen notar
estas dudas en sus escritos —por ejemplo Atanasio (373), Cirilo
de Jerusalén (386), Gregorio Nacianceno (389)—, mientras otros
mantuvieron como inspirados también los deuterocanónicos —por
ejemplo Basilio ( 379), Agustín (430), León Magno (461)—.
A partir del año 393 diferentes concilios, primero regionales y
luego ecuménicos, fueron precisando la lista de los Libros
"canónicos" para la Iglesia. Estos fueron:
* Concilio de Hipona (393)
* Concilio de Cartago (397 y 419)
* Concilio Florentino (1441)
* Concilio de Trento (1546)
En este último, solemnemente reunido el 8 de abril de 1546, se
definió dogmáticamente el canon de los Libros Sagrados.
Los protestantes sólo admiten como libros sagrados los 39 libros
del canon hebreo. El primero que negó la canonicidad de los
siete deuterocanónicos fue Carlostadio (1520), seguido de Lutero
(1534) y luego Calvino (1540).
NUEVO TESTAMENTO
El Nuevo Testamento está formado por 27 libros, y se divide en
cuatro partes: "Evangelios", "Hechos de los Apóstoles",
"Epístolas" y "Apocalipsis".
En los orígenes de la Iglesia, la regla de fe se encontraba en
la enseñanza oral de los Apóstoles y de los primeros
evangelizadores.
Pasado el tiempo, se sintió la urgencia de consignar por escrito
las enseñanzas de Jesús y los rasgos sobresalientes de su vida.
Este fue el origen de los Evangelios.
Por otra parte, los Apóstoles alimentaban espiritualmente a sus
fieles mediante cartas, según los problemas que iban surgiendo.
Este fue el origen de las Epístolas.
Además circulaban entre los cristianos del siglo primero dos
obras más de personajes importantes: "Los Hechos de los
Apóstoles" escrita por Lucas, y el "Apocalipsis", salido de la
escuela de San Juan.
A fines del siglo I y principios del II, el número de libros de
la colección variaba de una Iglesia a otra.
A mediados del siglo II, las corrientes heréticas de Marción
(que afirmaba que únicamente el Evangelio de Lucas y las 10
Epístolas de Pablo tenían origen divino), y de Montano (que
pretendía introducir como libros santos sus propios escritos),
urgieron la determinación del Canon del Nuevo Testamento.
Hacia fines del siglo II, la colección del Nuevo Testamento era
casi la misma en las Iglesias de Oriente y Occidente.
En los tiempos de Agustín, los Concilios de Hipona (393) y de
Cartago (397 y 419) reconocieron el Canon de 27 libros, así como
el Concilio de Trullo (Constantinopla, 692) y el Concilio
Florentino (1441).
Al llegar el protestantismo, éste quiso renovar antiguas dudas y
excluyó algunos libros. Lutero rechazaba Hebreos, Santiago,
Judas y Apocalipsis. Carlostadio y Calvino aceptaron los 27. Los
protestantes liberales no suelen hablar de "libros inspirados",
sino de "literatura cristiana primitiva".
En el Concilio de Trento (1546), se presentó oficial y
dogmáticamente la lista íntegra del Nuevo Testamento.
El criterio objetivo y último para la aceptación del Canon del
Nuevo Testamento será siempre la revelación hecha por el
Espíritu Santo y transmitida fielmente por ella.
En cuanto a criterios secundarios que se tuvieron en cuenta,
fueron los siguientes:
1.- Su origen apostólico (o de la generación apostólica).
2.- Su ortodoxia en la doctrina.
3.- Su uso litúrgico antiguo y generalizado.
CAPITULO II PANORAMA HISTÓRICO - LITERARIO DE LA
BIBLIA
El siguiente es un esquema de las etapas de la historia de
Israel, el Pueblo Elegido, los principales eventos y fechas, y
su correspondencia con los libros del Antiguo Testamento.
ETAPA |
EVENTOS |
LIBROS BÍBLICOS |
PROTO HISTORIA |
Preámbulo histórico |
GÉNESIS 1-11 |
PERIODO PATRIARCAL |
1850:
Abraham baja a Canaán. |
GÉNESIS 12-50 |
1700:
Jacob y sus hijos en Egipto. |
Su
opresión 1850-1250 a.C. |
PERIODO DE ÉXODO |
1250:
Moisés saca al pueblo de Egipto, hacia Canaán. Alianza
en Sinaí, marcha por el desierto. 1250-1200 a.C. |
ÉXODO, LEVÍTICO, NÚMEROS, DEUTERONOMIO. |
PERIODO DE LA
CONQUISTA |
Guerras
cananeas. 1050 a.C. |
JOSUÉ, JUECES |
PERIODO DE LA
MONARQUÍA UNIDA |
1040-1010 a.C.: Saúl Rey |
SAMUEL 1 y 2 |
1010-970
a.C.: David Rey |
REYES 1 y 2 |
970-930
a.C.: Salomón Rey, periodo dorado. |
CRÓNICAS 1 y 2 |
930 a.C.:
División del Reino: Norte (Israel) / Sur (Judá). |
|
PERIODO DE LOS DOS
REINOS |
Reino del Norte:
930-721 a.C. |
SAMUEL 1 y 2 |
Dinastía
de Omri (885-841). |
REYES, CRÓNICAS |
Dinastía
de Jehú (841-735). |
AMOS-OSEAS |
Periodo
de máximo esplendor. Influjo idolátrico cananeo. |
ISAÍAS 1-39 |
Siglo
VIII: expansión Siria |
MIQUEAS |
721:
Caída de Samaria. Fin. |
NAHÚM |
Reino del Sur: 930-587
a.C. |
SOFONÍAS |
750: Ajaz (guerra sirio-efrainita). |
HABACUC |
725-640: Ezequías (bueno) - Manasés (malo). |
JEREMÍAS, BARUC |
Siglo VII: Decadencia Asiria. Reforma de Josías. |
LAMENTACIONES |
Siglo VI: expansión caldea. |
|
587: Caída de Jerusalén. Fin. |
|
PERIODO DEL EXILIO |
En
Babilonia, 587-538 a.C. |
EZEQUIEL |
ISAÍAS 40-55 |
ABDÍAS |
PERIODO DE LA
RESTAURACION |
Siglo VI:
Expansión persa. Edicto de Ciro. |
CRÓNICAS 1 y 2 |
(538
a.C.) vuelta del destierro; restauración del Templo. |
ESDRAS, NEHEMÍAS |
Nace el
judaísmo. |
AGEO, ZACARÍAS |
Se
desarrolla la escuela sapiencial y la recolección de los
escritos antiguos. |
MALAQUÍAS, |
538-331
a.C. |
JOEL, IS. 56-66 |
|
ESCRITOS SAPIENCIALES |
PROVERBIOS, JOB, ECLESIASTÉS, |
RUTH, JONÁS. |
PERIODO HELENÍSTICO
Y ROMANO |
Lucha por la sucesión de Alejandro. Crece la "diáspora" |
TOBÍAS, ESTER |
Siglo II: Dominio de los Seléucidas |
JUDIT |
|
|
63 a.C.-70 d.C. Dominio
Romano. |
CANTAR, DANIEL |
|
|
|
CAPITULO III LOS IDIOMAS DE LA BIBLIA
Tres son las lenguas originales de la Biblia: HEBREO, ARAMEO Y
GRIEGO.
En HEBREO se escribió:
- la mayor parte del Antiguo Testamento.
En ARAMEO se escribieron:
- Tobías
- Judit
- fragmentos de Esdras, Daniel, Jeremías y del Génesis
- el original de San Mateo
En GRIEGO se escribió:
- el libro de la Sabiduría
- el II de Macabeos
- el Eclesiástico
- partes de los libros de Ester y de Daniel
- el Nuevo Testamento, excepto el original de San Mateo
CAPITULO IV LOS LIBROS DE LA BIBLIA
LIBROS DEL ANTIGUO
TESTAMENTO (46 LIBROS)
PENTATEUCO (5)
- Génesis
- Éxodo
- Levítico
- Números
- Deuteronomio
HISTÓRICOS (13)
- Josué
- Jueces
- Ruth
- I Samuel
- II Samuel
- I Reyes
- II Reyes
- I Crónicas
- II Crónicas
- Esdras
- Nehemías
- Judit
- Ester
POÉTICOS Y
SAPIENCIALES (6)
- Job
- Salmos
- Proverbios
- Eclesiastés
- El Cantar de los Cantares
- Sabiduría
PROFETAS MAYORES (6)
- Isaías
- Jeremías
- Lamentaciones de Jeremías
- Baruc
- Ezequiel
- Daniel
PROFETAS MENORES (12)
- Oseas
- Joel
- Amós
- Abdías
- Jonás
- Miqueas
- Nahúm
- Habacuc
- Sofonías
- Ageo
- Zacarías
- Malaquías
LIBROS DEL NUEVO
TESTAMENTO ( 27 LIBROS )
LOS EVANGELIOS (4)
- Evangelio según San Mateo
- Evangelio según San Marcos
- Evangelio según San Lucas
- Evangelio según San Juan
- Hechos de los Apóstoles
CARTAS DE SAN PABLO
(13)
- A los Romanos
- I a los Corintios
- II a los Corintios
- A los Gálatas
- A los Efesios
- A los Filipenses
- A los Colosenses
- I a los Tesalonicenses
- II a los Tesalonicenses
- I a Timoteo
- II a Timoteo
- A Tito
- A Filemón
- Carta a los Hebreos
CARTAS
- Epístola de Santiago
- Epístola I de San Pedro
- Epístola II de San Pedro
- Epístola I de San Juan
- Epístola II de San Juan
- Epístola III de San Juan
- Epístola de San Judas
CAPITULO V LOS LIBROS DEL ANTIGUO TESTAMENTO
EL
PENTATEUCO
El Pentateuco, o, según lo llaman los judíos, el Libro de la Ley
(Torah), encabeza los 73 libros de la Biblia, y constituye la
magnífica puerta de la Revelación divina. Los nombres de los
cinco libros del Pentateuco son: el Génesis, el Éxodo, el
Levítico, los Números, el Deuteronomio, y su fin general es:
exponer cómo Dios escogió para sí al pueblo de Israel y lo formó
para la venida de Jesucristo; de modo que en realidad es
Jesucristo quien aparece a través de los misteriosos destinos
del pueblo escogido.
El autor del Pentateuco es Moisés, profeta y organizador del
pueblo de Israel, que vivió en el siglo XV o XIII antes de
Jesucristo. No solamente la tradición judía sino también la
cristiana ha sostenido siempre el origen mosaico del Pentateuco.
El mismo Jesús habla del "Libro de Moisés" (Mc., 12, 26), de la
"Ley de Moisés" (Lc., 24, 44), atribuye a Moisés los preceptos
del Pentateuco (cf. Mt., 8, 4; Mc., 1, 44; 7, 10; 10, 5; Lc. 5,
14; 20, 28; Juan 7, 19), y dice en Juan 5, 45: "Vuestro acusador
es Moisés, en quien habéis puesto vuestra esperanza. Si
creyeseis a Moisés, me creeríais también a Mí, pues de mí
escribió él".
El Pentateuco, consta de 5 libros, estos son:
Génesis significa
"generación" u origen. El nombre nos indica que este primer
libro de la Revelación contiene los misterios de la prehistoria
y los comienzos del Reino de Dios sobre la tierra. Describe, en
particular, la creación del universo y del hombre, la caída de
los primeros padres, la corrupción general, la historia de Noé y
el diluvio. Luego el autor sagrado narra la confusión de las
lenguas en la torre de Babel, la separación de Abraham de su
pueblo y la historia de este patriarca y de sus descendientes:
Isaac, Jacob, José, para terminar con la bendición de Jacob, su
muerte y la de su hijo José. En esta sucesión de acontecimientos
históricos van intercaladas las grandes promesas mesiánicas con
que Dios despertaba la esperanza de los patriarcas, depositarios
de la Revelación primitiva.
Éxodo, es
decir, "salida", se llama el segundo libro, porque en él se
narra la historia de la liberación del pueblo israelita y su
salida de Egipto. Entre el Génesis y el Éxodo median varios
siglos, es decir, el tiempo durante el cual los hijos de Jacob
estuvieron en el país de los Faraones. El autor sagrado describe
en este libro la opresión de los israelitas; luego pasa a narrar
la historia del nacimiento de Moisés, su salvamento de las aguas
del Nilo, su huida al desierto y la aparición de Dios en la
zarza. Refiere después, en la segunda parte, la liberación
misma, las entrevistas de Moisés con el Faraón, el castigo de
las diez plagas, el paso del Mar Rojo, la promulgación de la Ley
de Dios en el Sinaí, la construcción del Tabernáculo, la
institución del sacerdocio de la Ley Antigua y otros preceptos
relacionados con el culto y el sacerdocio.
Levítico es el
nombre del tercer libro del Pentateuco. Derívase la palabra
Levítico de Leví, padre de la tribu sacerdotal. Trata
primeramente de los sacrificios, luego relata las disposiciones
acerca del Sumo Sacerdote y los sacerdotes, el culto y los
objetos sagrados. Con el capítulo 11 empiezan los preceptos
relativos a las purificaciones, a los cuales se agregan
instrucciones sobre el día de la Expiación, otras acerca de los
sacrificios, algunas prohibiciones, los impedimentos
matrimoniales, los castigos de ciertos pecados y las
disposiciones sobre las fiestas. En el último capítulo habla el
autor sagrado de los votos y diezmos.
Números es el
nombre del cuarto libro, porque en su primer capítulo refiere el
censo llevado a cabo después de concluida la legislación
sinaítica y antes de la salida del monte de Dios. A continuación
se proclaman algunas leyes, especialmente acerca de los
nazareos, y disposiciones sobre la formación del campamento y el
orden de las marchas. Casi todos los acontecimientos referidos
en los Números sucedieron en el último año del viaje, mientras
se pasan por alto casi todos los sucesos de los treinta y ocho
años precedentes. Descuellan algunos por su carácter
extraordinario; por ejemplo, los vaticinios de Balaam. Al final
se añade el catálogo de las estaciones durante la marcha a
través del desierto, y se dan a conocer varios preceptos sobre
la ocupación de la tierra de promisión.
El
Deuteronomio es, como
expresa su nombre, "la segunda Ley", una recapitulación,
explicación y ampliación de la Ley de Moisés. El gran profeta,
antes de reunirse con sus padres, desarrolla en la campiña de
Moab en varios discursos la historia del pueblo escogido
inculcándose los divinos mandamientos. En el primero (1-4, 43),
echa una mirada retrospectiva sobre los acontecimientos en el
desierto, agregando algunas exhortaciones prácticas y las más
magníficas enseñanzas. En el segundo discurso (4, 44-11, 32) y
en la parte legislativa (caps. 12-26), el legislador del pueblo
de Dios repasa las leyes anteriores, haciendo las exhortaciones
necesarias para su cumplimiento, y añadiendo numerosos preceptos
complementarios. Los dos últimos discursos (cap. 27-30) tienen
por objeto renovar la Alianza con Dios, lo que, según las
disposiciones de Moisés, ha de realizarse luego de entrar el
pueblo en el país de Canaán. Los capítulos 31-34 contienen el
nombramiento de Josué como sucesor de Moisés, el cántico
profético de éste, su bendición, y una breve noticia sobre su
muerte. El Deuteronomio es, según dice S. Jerónimo, "la
prefiguración de la Ley evangélica" (Carta a Paulino).
LOS LIBROS POÉTICOS O SAPIENCIALES
En el Canon del Antiguo Testamento, esta el grupo de los libros
llamados didácticos (por su enseñanza) o poéticos (por su forma)
o sapienciales (por su contenido espiritual). Todos éstos son
principalmente denominados libros sapienciales, porque las
enseñanzas e instrucciones que Dios nos ofrece en ellos, forman
lo que en el Antiguo Testamento se llama Sabiduría, que es el
fundamento de la piedad. Temer ofender a Dios nuestro Padre, y
guardar sus mandamientos con amor filial, esto es el fruto de la
verdadera sabiduría. Es decir, que si la moral es la ciencia de
lo que debemos hacer, la sabiduría es el arte de hacerlo con
agrado y con fruto. Porque ella fructifica como el rosal junto a
las aguas (Ecli. 39, 17).
Bien se ve cuán lejos estamos de la falsa concepción moderna que
confunde sabiduría con el saber muchas cosas, siendo más bien
ella un sabor de lo divino, que se concede gratuitamente a todo
el que lo quiere (Sab. 6, 12 ss.), como un don del Espíritu
Santo, y que en vano pretendería el hombre adquirir por sí
mismo. Cf. Job 28, 12 ss. La Liturgia cita todos estos libros,
con excepción del de Job y el de los Salmos, bajo el nombre
genérico de Libro de la Sabiduría, nombre con que el Targum
judío designaba el Libro de los Proverbios (Séfer Hokmah).
Los libros sapienciales, en cuanto a su forma, pertenece al
género poético. La poesía hebrea no tiene rima, ni ritmo
cuantitativo, ni metro en el sentido de las lenguas clásicas y
modernas. Lo único que la distingue de la prosa, es el acento
(no siempre claro), y el ritmo de los pensamientos, llamado
comúnmente paralelismo de los miembros. Este último consiste en
que el mismo pensamiento se expresa dos veces, sea con vocablos
sinónimos (paralelismo sinónimo), sea en forma de tesis y
antítesis (paralelismo antitético), o aún ampliando por una u
otra adición (paralelismo sintético). Pueden distinguirse, a
veces, estrofas.
Al género poético pertenece también la mayor parte de los libros
proféticos y algunos capítulos de los libros históricos, p. ej.
la bendición de Jacob (Gén. 49), el cántico de Débora (Jueces
5), el cántico de Ana (I Rey. 2), etc.
Job
Con el libro de Job volvemos a los tiempos patriarcales. Job, un
varón justo y temeroso de Dios, está acosado por tribulaciones
de tal manera que, humanamente, ya no puede soportarlas. Sin
embargo, no pierde la paciencia, sino que resiste a todas las
tentaciones de desesperación, guardando la fe en la divina
justicia y providencia, aunque no siempre la noticia del amor
que Dios nos tiene, y de la bondad que viene de ese amor (I Juan
4, 16) y según la cual no puede sucedernos nada que no sea para
nuestro bien. Tal es lo que distingue a este santo varón del
Antiguo Testamento, de lo que ha de ser el cristiano.
Inicia el autor sagrado su tema con un prólogo (cap. 1-2), en el
cual Satanás obtiene de Dios permiso para poner a prueba la
piedad de Job. La parte principal (cap. 3-42, 6) trata, en forma
de un triple diálogo entre Job y sus tres amigos, el problema de
porqué debe sufrir el hombre y cómo es compatible el dolor de
los justos con la justicia de Dios. Ni Job ni sus amigos saben
la verdadera razón de los padecimientos, sosteniendo los amigos
la idea de que los dolores son consecuencia del pecado, mientras
que Job insiste en que no lo tiene.
En el momento crítico interviene Eliú, que hasta entonces había
quedado callado, y lleva la cuestión más cerca de su solución
definitiva, afirmando que Dios a veces envía las tribulaciones
para purificar y acrisolar al hombre.
Al fin aparece Dios mismo, en medio de un huracán, y aclara el
problema, condenando los falsos conceptos de los amigos y
aprobando a Job, aunque reprendiéndolo también en parte por su
empeño en someter a juicio los designios divinos con respecto a
él. ¿Acaso no debemos saber que son paternales y por lo tanto
misericordiosos? En el epílogo (cap. 42, 7-16) se describe la
restitución de Job a su estado anterior.
La historicidad de la persona de Job está atestiguada repetidas
veces por textos de la Sagrada Escritura (Ez. 14, 14 y 20; Tob.
2, 12; Sant. 5, 11), que confirman también su gran santidad.
Según la versión griega, Job era descendiente de Abraham en
quinta generación, y se identificaría con Jobab, segundo rey de
Idumea. Pero esta versión se aparta considerablemente del
original. De todos modos, es cosa admitida, que Job no
pertenecía al pueblo que había de ser escogido, lo cual hace más
notable su ejemplo.
El autor inspirado que compuso el poema, reuniendo en forma
sumamente artística las tradiciones acerca de Job, vivió en una
época, en la cual la literatura religiosa estaba en pleno
florecimiento, es decir, antes del cautiverio babilónico. No es
de negar que el estilo del libro tiene cierta semejanza con el
del profeta Jeremías, por lo cual algunos consideran a éste como
autor, aunque está claro que Jeremías es posterior y
reproduciría pasajes de Job. Cf. Jer. 12, 1 y Job 21, 7; Jer.
17, 1 y Job 19, 23; Jer. 20, 14-18 y Job 3, 3-10; Jer. 20, 17 y
Job 3, 11, etc. Otros lo han atribuido al mismo Job, a Eliú, a
Moisés, a Salomón, a Daniel. Ya San Gregorio Magno señala la
imposibilidad de establecer el nombre del autor.
Job, cubierto de llagas, insultado por sus amigos, padeciendo
sin culpa, y presentando a Dios quejas tan desgarradoras como
confiadas, es imagen de Jesucristo, y sólo así podemos descubrir
el abismo de este Libro que es una maravillosa prueba de nuestra
fe. Porque toda la fuerza de la razón nos lleva a pensar que hay
injusticia en la tortura del inocente. Y es Dios mismo quien se
declara responsable de esas torturas. Esta prueba nos hace
penetrar en el gran misterio de "injusticia" que el amor
infinito del Padre consumó a favor nuestro: hacer sufrir al
Inocente, por salvar a los culpables. Y el castigado era SU HIJO
único!
Las lecciones del Oficio de Difuntos están tomadas totalmente
del Libro de Job y comprenden sucesivamente los siguientes
pasajes: 7, 16-21; 10, 1-7, 8-12; 13, 22-28; 14, 1-6, 13-16; 17,
1-3, 11-15; 19, 20-27; 10, 18-22.
Salmos
Se ha dicho con verdad que los Salmos -para el que les presta la
debida atención a fin de llegar a entenderlos- son como un
resumen de toda la Biblia: historia y profecía, doctrina y
oración. En ellos habla el Espíritu Santo ("qui locutus est per
prophetas") por boca de hombres, principalmente de David, y nos
enseña lo que hemos de pensar, sentir y querer con respecto a
Dios, a los hombres y a la naturaleza, y también nos enseña la
conducta que más nos conviene observar en cada circunstancia de
la vida.
A veces el divino Espíritu nos habla aquí con palabras del Padre
celestial; a veces con palabras del Hijo. En algunos Salmos, el
mismo Padre habla con su Hijo, como nos lo revela San Pablo
respecto del sublime Salmo 44 (Hebr. 1, 8; S. 44, 7 s.); en
otros muchos, es Jesús quien se dirige al Padre. Sorprendemos
así el arcano del Amor infinito que los une, o sea los secretos
más íntimos de la Trinidad, y vemos anunciados, mil años antes
de la Encarnación del Verbo, los misterios de Cristo doliente
(SS. 21; 34; 39; 68, etc.) y los esplendores de su triunfo (SS.
2; 44; 67; 71; 109, etc.); la historia del pueblo escogido, con
sus ingratitudes (SS. 104-106); sus pruebas (SS. 101; 117,
etcétera); el grandioso destino deparado a él, y a la Iglesia de
Cristo (SS. 64; 92-98), etc.
David es la abeja privilegiada que elabora -o mejor, por cuyo
conducto el mismo Espíritu Santo elabora- la miel de la oración
por excelencia, e "intercede por nosotros con gemidos inefables"
(Rom. 8, 26). Todo lo que pasa por las manos del Real Profeta,
dice un santo comentarista, se convierte en oración: afectos y
sentimientos; penas y alegrías; aventuras, caídas, persecuciones
y triunfos; recuerdos de su vida o la de su pueblo (con el cual
el Profeta suele identificarse), y, principalmente, visiones
sobre Cristo, "sus pasiones" y "posteriores glorias" (I Pedro 1,
10-12). Profecías de un alcance insospechado por el mismo David;
detalles asombrosos de la Pasión, revelados diez siglos antes
con la precisión de un Evangelistas; esplendores del triunfo del
Mesías y su Reino, la plenitud de la Iglesia, del Israel de
Dios: todo, todo sale de su boca y de su arpa, no ya sólo al
modo de un canto de ruiseñor que brota espontáneamente como en
el caso del poeta clásico(1), sino a manera de olas de un alma
que se vuelva, que "derrama su oración", según él mismo lo dice
(S. 141, 3), en la presencia paternal de su Dios.
Por eso la belleza de los Salmos es toda pura, como la gracia de
los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos sospechan
que lo son. Este espíritu de David es el que da el tono a sus
cantos, de modo que la belleza fluye en ellos de suyo, como una
irradiación inseparable de su perfección interior, no pudiendo
imaginarse nada más opuesto a toda preocupación retórica, no
obstante la estupenda riqueza de las imágenes y la armonía de su
lenguaje, a veces onomatopéyico en el hebreo.
La oración del salmista es toda sobrenatural. Dios la produce,
como miel divina, en el alma de David, para que con ella nos
alimentemos (Prov. 24, 13) y nos endulcemos (S. 118, 103) todos
nosotros. Por eso la entrega el santo rey a los levitas, que él
mismo ha establecido de nuevo para el servicio del Santuario (II
Par. caps. 22-26). Y no ya sólo como un Benito de Nursia que
funda sus monjes y los orienta especialmente hacia el culto
litúrgico: porque no es una orden particular, es todo el clero
lo que David organiza en la elegida nación hebrea, y él mismo
elabora la oración con que había de alabar a Dios toda la
Iglesia de entonces... y hoy día la Iglesia de Cristo (cf. el
magnífico elogio de David en Ecli. 47, principalmente los vv.
9-12). ¿Y qué digo, elabora? ¿Acaso no es él mismo quien lo
reza, y lo canta, y hasta lo baila en la fiesta del Arca,
inundado de un gozo celestial, al punto de provocar la burla
irónica de su esposa la reina? A la cual él contesta, en un
gesto mil veces sublime: "¡Delante de Dios que me eligió... y me
mandó ser el caudillo de su pueblo Israel, bailaré yo y me
humillaré más de lo que he hecho, y seré despreciable a los ojos
míos!..." (II Rey. 6, 21 s.).
¿Qué mucho, pues, que Dios, amando a David con una predilección
que resulta excepcional aun dentro de la Escritura, pusiese en
su corazón los más grandes efluvios de amor con que un alma
puede y podrá jamás responder al amor divino? ¿Y cómo no había
de ser ésta la oración insuperable, si es la que expresa los
mismos afectos que un día habían de brotar de Corazón de Cristo?
Después de esta breve introducción general, pasemos a hacer
algunas observaciones de orden técnico.
Divídense los 150 Salmos del Salterio en cinco partes o libros:
I Libro, Salmos 1-40; II Libro, 41-71; III Libro, 72-88; IV
Libro, 89-105; V Libro, 106-150.
La mayoría de los Salmos llevan un epígrafe, que se refiere al
autor, o a las circunstancias de su composición o a la manera de
cantarlos. Estos epígrafes, aunque no hayan formado parte del
texto primitivo, son antiquísimos; de otro modo no los pondría
la versión griega de los Setenta. Según éstos, el principal
auto5r del Salterio es David; siendo atribuidos al Real Profeta,
en el texto latino, 85 Salmos, 84 en el griego y 73 en el
hebreo. A más de David, se mencionan como autores de Salmos:
Moisés, Salomón, Asaf, Hemán, Etán y los hijos de Coré. No se
puede, pues, razonablemente desestimar la tradición cristiana
que llama al libro de los Salmos Salterio de David, porque los
demás autores son tan pocos y la tradición en favor de los
Salmos davídicos es tan antigua, que con toda razón se puede
poner su nombre al frente de toda la colección. En particular no
puede negarse el origen davídico de aquellos Salmos que se citan
en los libros sagrados expresamente con el nombre de David; así,
por ejemplo, los Salmos 2, 15, 17, 109 y otros (Decreto de la
Pontificia Comisión Bíblica del 1o. de mayo de 1910).
Huelga decir que el género literario de los Salmos es el
poético. La poesía hebrea no cuenta con rima ni con metro en el
sentido riguroso de la palabra, aunque sí con cierto ritmo
silábico; mas lo que constituye su esencia, es el ritmo de los
pensamientos, repitiéndose el mismo pensamiento dos y hasta tres
veces. Llámase este sistema simétrico de frases paralelismo de
los miembros.
En cuanto al texto latino de los Salmos de la Vulgata (y el
Brevario), hay que observar que éste no corresponde a la versión
de San Jerónimo, sino a la traducción prejeronimiana tomada de
los Setenta, y divulgada principalmente en las Galias, por lo
cual recibió la denominación de Psalterium Gallicanum. El doctor
Máximo sólo pudo revisar dicha versión en algunas partes, porque
estaba introducida ya en la Liturgia.
Recientemente, las investigaciones abnegadas de los exégetas
modernos (Zorell, Knabenbauer, Miller, Peters, Wutz, Vaccari),
lograron completar la obra de San Jerónimo, reconstruyendo un
texto que corresponde en lo más posible al texto hebreo
original.
El 24 de marzo de 1945 autorizó el Papa Pío XII para el rezo del
Oficio Divino una nueva versión latina hecha por los Profesores
del Instituto Bíblico de Roma a base de los textos originales.
Proverbios
El Libro de los Proverbios no es un código de obligaciones, sino
un tratado de felicidad. Dios no habla para ser obedecido como
déspota, sino para que le creamos cuando nos entrega, por boca
del más sabio de los hombres, los más altos secretos de la
Sabiduría (en hebreo jokmah). Se trata de una sabiduría
eminentemente práctica, que desciende a veces a los detalles,
enseñándonos aún, por ejemplo, a evitar las fianzas imprudente
(cf. 6, 1 y nota; 17, 18 y los pasajes concordantes que allí
señalamos); a desconfiar de las fortunas improvisadas (13, 11;
20, 21); del crédito (22, 7) y de los hombres que adulan o
prometen grandes cosas (20, 19); a no frecuentar demasiado la
casa del amigo, porque es propio de la naturaleza humana que él
se harte de nosotros y nos cobre aversión (25, 17). Otras veces
nos descubre las más escondidas miserias del corazón humano
(verbigracia, 28, 13; 29, 19, etc.), y no vacila en usar
expresiones cuya exactitud va acompañada de un exquisito
humorismo; verbigracia, el comparar la belleza en una mujer
insensata, con un anillo de oro en el hocico de un cerdo (11,
22).
Casi todos los pueblos antiguos han tenido su sabiduría,
distinta de la ciencia, y síntesis de la experiencia que enseña
a vivir con provecho para ser feliz. Aun hoy se escriben
tratados sobre el secreto del triunfo en la vida, del éxito en
los negocios, etc. Son sabidurías psicológicas, humanistas, y
como tales harto falibles. La sabiduría de la Sagrada Escritura
es toda divina, s decir, inspirada por Dios, lo cual implica su
inmenso valor. Porque no es ya sólo dar fórmulas verdaderas en
sí mismas, que pueden hacer del hombre el autor de su propia
felicidad, a la manera estoica; sino que es como decir: si tú me
crees y te atienes a mis palabras, Yo tu Dios, que soy también
tu amantísimo Padre, me obligo a hacerte feliz, comprometiendo
en ello toda mi omnipotencia. De ahí el carácter y el valor
eminentemente religiosos de este Libro, aun cuando no habla de
la vida futura sino de la presente, ni trata de sanciones o
premios eternos sino temporales.
El Libro de los Proverbios debe su nombre al versículo 1, 1,
donde se dice que su contenido constituyen las "parábolas" o
"proverbios" de Salomón. Sin embargo, ni el hombre de parábola,
ni el de proverbio, corresponde al hebreo "maschal" (plural
meschalim). La Sagrada escritura llama maschal no sólo a las
parábolas o semejanzas, sino más bien a todos los poemas
didácticos, y en particular a las sentencias y máximas que
encierran una enseñanza. Muchas veces el maschal se acerca, por
su oscuridad, al enigma.
En el título se expresa el objeto del Libro (ver. 1, 1-6). Los
primeros nueve capítulos se leen como una introducción que
contiene avisos y enseñanzas generales, mientras los capítulos
10-22, 16 forman un cuerpo de cortas sentencias de Salomón, que
versan sobre temas variadísimos, no teniendo conexión unas con
otras. A ella se añade un apéndice que trae "las palabras de los
sabios" (22, 17-24, 34). Un segundo cuerpo de sentencias
salomónicas, compiladas por los varones de Ezequías, se presenta
en los capítulos 25-29, a los cuales se agregan tres
colecciones: los proverbios de Agur (30, 1-22), los de la madre
de Lamuel (31, 1-9) y el elogio de la mujer fuerte (31, 10-31).
El autor del Libro, con excepción de los apéndices, es, según
los títulos (1, 1; 10, 1; 25, 1), el rey Salomón, quien en
sabiduría no tuvo igual (III Rey. 5, 9 s.), atribuyéndole la
Sagrada Escritura "3.000 sentencias y 1.005 canciones" (III Rey.
4, 32). El presente libro de los Proverbios contiene solamente
550, cuarenta de las cuales repetidas casi textualmente.
Los exégetas creen que la última redacción del libro se hizo en
tiempos de Esdras.
Eclesiastés
Eclesiastés, en hebreo Kohélet, significa predicador, o sea el
que habla en la Iglesia o Asamblea; nombre que corresponde por
todos conceptos a su contenido, porque predica en forma de
sentencias y consejos, en prosa y verso, la vanidad de las cosas
creadas. Los bienes de este mundo son vanos; vanas por tanto
todas las ambiciones, vana la ilusión de felicidad terrena fuera
del sencillo bienestar; la verdadera felicidad consiste en
temer, o sea reverenciar a Dios nuestro Padre, y observar sus
mandamientos para que en ellos hallemos la vida (Prov. 4, 13 y
passim).
El autor del libro habla, desde el título, como hijo de David,
por lo cual las tradiciones judía y cristiana, que siempre
reconocieron su canonicidad, lo atribuyeron a Salomón. Con todo
la crítica y también numerosos exégetas católicos modernos se
creyeron obligados a admitir que ciertos pasajes podrían ser de
una época posterior a Salomón (p. ej. las referencias sobre la
tiranía de los reyes, la corrupción de los magistrados, la
opresión de los súbditos). Señalan, además, que el lenguaje y el
estilo no son los del tiempo salomónico. Por todo lo cual opinan
algunos que el Eclesiastés sufrió posteriormente una
transcripción al lenguaje más moderno; otros (entre ellos
Condamín, Zapletal y Simón-Prado), piensan que el autor se
sirvió del nombre de "hijo de David" sólo con el fin de dar más
realce a la obra, y fijan la composición del Eclesiastés entre
los años 300-200 a. C. Podemos admitir la posibilidad de esta
fecha, puesto que el Libro Sagrado no se presenta como escrito
por Salomón, sino por un autor anónimo que nos refiere dichos
del sabio rey. No dice, en efecto: yo, el hijo de David, sino
que pone como título: Palabras del Eclesiastés (Predicador),
hijo de David, rey de Jerusalén (1, 1) y empieza mencionándolo
en tercera persona: "Dijo el Eclesiastés" (1, 2), para hacerlo
hablar luego en primera persona (1, 12 ss.). Lo mismo hace en el
epílogo (12, 8 ss.), donde refiere que el Eclesiastés era
sapientísimo, que compuso muchas parábolas, etc., cosas todas
que sabemos son exactas respecto de Salomón (III Rey. 4, 30-34;
Prov. 1, 1), a quien el autor se refiere con toda evidencia (1,
12, 16, etc.), del mismo modo como los Evangelios se refieren a
Cristo y nos dan sus Palabras, pudiendo la Iglesia decir con
toda exactitud: "El Evangelio de N. Señor Jesucristo", y afirmar
que en él habla el divino Maestro, no obstante saber todos que
El no lo escribió. No hay, pues, pura ficción en el autor de
este divino Libro del Eclesiastés, sino que, reconociendo su
inspiración sobrenatural, debemos creer que quiere transmitirnos
las palabras y sabiduría de Salomón, tal como lo hicieron con
Cristo los escritores del Nuevo Testamento, aun aquellos que no
lo habían escuchado directamente.
El Eclesiastés no es sistemático. "No le atraen las síntesis, y
parece desinteresarse de las conclusiones de sus asertos, aun
cuando suenen a discordantes" (Manresa). San Pablo pudo
gloriarse de predicar igualmente: "no con palabras persuasivas
según la sabiduría humana, sino mostrando la verdad con el
Espíritu Santo y la fuerza de Dios" (I Cor. 2, 4). De ahí que
estas sentencias, tremendas para la suficiencia humana, hayan
escandalizado hasta ser tildadas de epicúreas. En realidad, la
irresistible elocuencia de este Libro revulsivo, con su
apariencia de pesimismo implacable, es quizá lo más poderoso que
existe para quitarnos la venda que oculta, a nuestra
inteligencia oscurecida por el pecado congénito, los esplendores
de la vida espiritual, y remover así ese gran obstáculo con que
"el padre de la mentira" (Juan 8, 44) pretende escondernos las
Bienaventuranzas, y que el Sabio llama "la fascinación de la
bagatela" (Sab. 4, 12).
Los hebreos dividían los libros sagrados en tres grupos: La
Torah (Ley); los Nebiyim (Profetas) y los Ketubim (Hagiógrafos).
A este tercer grupo pertenece el Eclesiastés, que era contacto
también entre los cinco Meghillot, o sea libros pequeños que se
escribían en rollos aparte, para uso litúrgico.
Cantar de los Cantares
El misterio que Dios esconde en los amores entre esposo y
esposa, y que presenta como figura en este divino Poema, no ha
sido penetrado todavía en forma que permita explicar
satisfactoriamente el sentido propio de todos sus detalles. El
breve libro es sin duda el más hondo arcano de la Biblia, más
aún que el Apocalipsis, pues en éste, cuyo nombre significa
revelación, se nos comunica abiertamente que el asunto central
de su profecía es la Parusía de Cristo y los acontecimientos que
acompañarán aquel supremo día del Señor en que El se nos
revelará para que lo veamos "cara a cara". Aquí, en cambio, se
trata de una gran Parábola o alegoría en la cual, excluida como
se debe la interpretación mal llamada histórica, que quisiera
ver en ella un epitalamio vulgar y sensual, aplicándolo a
Salomón y la princesa de Egipto, no tenemos casi referencias
concretas, salvo alguna (cf. 6, 4 y nota), que permite con
bastante firmeza ver en la Amada a Israel, esposa de Yahveh.
La diversidad casi incontable de las conclusiones propuestas por
los que han investigado el sentido propio del Cántico, basta
para mostrar que la verdad total no ha sido descubierta. No
sabemos con certeza si el Esposo es uno solo, o si hay varios,
que podrían ser un rey y un pastor como pretendientes de Israel
(Vaccari), o podrían ser, paralelamente, Yahveh (el Padre) como
Esposo de Israel, y Jesucristo como Esposo de la Iglesia ya
preparada para las bodas del Cordero que veremos en Apoc. 19,
6-9. Ignoramos también qué ciudad es ésa en que la Esposa sale
por dos veces a buscar al Amado. Ignoramos principalmente cuál
es el tiempo en que ocurre u ocurrirá la acción del pequeño gran
drama, y ni siquiera podemos afirmar en todos los casos (pues
las opiniones también varían en esto) cual de los personajes es
el que habla en cada momento del diálogo.
En tal situación, después de mucho meditar, hemos llegado a la
conclusión de que es forzoso ser muy parco en afirmaciones con
respecto al Cantar. Porque no está al alcance del hombre
explicar los misterios que Dios no ha aclarado aún a la Iglesia,
y sería vano estrujar el entendimiento para querer penetrar, a
fuerza de inteligencia pura, lo que Dios se complace en revelar
a los pequeños. Sería, en cambio, tremenda responsabilidad
delante de El, aseverar como verdades reveladas lo que no fuese
sino producto de nuestra imaginación o de nuestro deseo, como lo
hicieron esos falsos profetas tantas veces fustigados por
Jeremías y otros videntes de Dios.
Como enseña el Eclesiástico (cf. 39, 1 ss. y nota), nada es más
propio del verdadero sabio según Dios, que investigar las
profecías y el sentido oculto de las parábolas: tal es la parte
de María, que Jesús declaró ser la mejor. Pero esa misma palabra
de Dios, cuya meditación ha de ocuparnos "día y noche" (S. 1,
2), nos hace saber que hay cosas que sólo se entenderán al fin
de los tiempos (Jer. 30, 24). El mismo Jeremías, refiriéndose a
estos misterios y a la imprudencia de querer explicarlos antes
de tiempo, dice: "Al fin de los tiempos conoceréis sus
designios" (de Dios). Y agrega inmediatamente, cediendo la
palabra al mismo Dios: "Yo no enviaba a esos profetas, y ellos
corrían. No les hablaba, y ellos profetizaban" (Jer. 23, 20-21).
En Daniel encontramos sobre esto una notable confirmación.
Después de revelársele, por medio del Angel Gabriel,
maravillosos arcanos sobre los últimos tiempos, entre los cuales
vemos la grande hazaña de San Miguel Arcángel defensor de Israel
(Dan. 12, 1; cf. Apoc. 12, 7), se le dice: "Pero tú, oh Daniel,
ten en secreto estas palabras y sella el Libro hasta el tiempo
del fin" (Dan. 12, 4). Y como el Profeta insistiese en querer
descubrirlo, tornó a decir el Angel: "Anda, Daniel, que esas
cosas están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin" (ibid.
9). Entonces "ninguno de los malvados entenderá, pero los que
tienen entendimiento comprenderán" (ibid. 100. Finalmente, vemos
que aún en la profecía del Apocalipsis, cuyas palabras se le
prohibió sellar a San Juan (Apoc. 22, 10), hay sin embargo un
misterio, el de los siete truenos, cuyas voces le fue vedado
revelar (Apoc. 10, 4).
Nuestra actitud, pues, ha de ser la que enseña el Espíritu Santo
al final del mismo Apocalipsis, fulminando terribles plagas
sobre los que pretendan añadir algo a sus palabras, y amenazando
luego con excluir del Libro de la vida y de todas las
bendiciones anunciadas por el vidente de Patmos, a los que
disminuyan las palabras de su profecía (Apoc. 22, 18 s.).
El criterio expuesto así, a la luz de la misma Escritura, nos
muestra desde luego que, si es hermoso aplicar a la Virgen
María, como hace la liturgia, los elogios más ditirámbicos que
recibe la Esposa del Cantar, pues, que ciertamente nadie pudo ni
podrá merecerlos más que Aquélla a quien el Angel declaró
bendita entre las mujeres, no es menos cierto que hemos de
evitar la tentación de generalizar y ver en María a la
protagonista del Cántico, incluso en aquella incidencia del cap.
5 en que la Esposa rehusa abrir la puerta al Esposo por no
ensuciarse los pies. Semejante infidelidad jamás podría
atribuirse a la Virgen Inmaculada, ni aun cuando en esa escena
se tratase de un sueño, como algunos interpretan. Basta recordar
la actitud de María ante la Anunciación del Angel, en la cual,
si bien Ella afirma su voto de virginidad, en manera alguna
cierra la puerta a la Encarnación del Verbo; antes por el
contrario, Cristo, lejos de sentirse rechazado como el Esposo
del Cantar, realiza el estupendo prodigio de penetrar
virginalmente en el huerto cerrado del seno maternal. Y es por
igual razón que esa falla de la Esposa no puede atribuirse
tampoco a la Iglesia cristiana como esposa del Cordero, así como
también resultan inaplicables a ella los caracteres de esposa
repudiada y perdonada, con que los profetas señalan
repetidamente a Israel (Is. 54, 1 y nota).
De ahí que, por eliminación -y sin perjuicio de las preciosas
aplicaciones místicas al alma cristiana, las cuales, como bien
observa Joüon, en ningún caso pretenden ser una interpretación
del sentido propio del poema bíblico- hemos de inclinarnos en
general a admitir en él, como han hecho los más autorizados
comentadores antiguos y modernos, lo que se llama la alegoría
yahvística, o sea los amores nupciales entre Dios e Israel, a la
luz del misterio mesiánico, a pesar de que tampoco en ella nos
es posible descubrir en detalle el significado propio de cada
uno de los episodios de este divino Epitalamio. "A esta
sentencia fundamental (sobre Israel) nos debemos atener", dice
en su introducción al poema la Biblia española de Nácar-Colunga,
y agrega inmediatamente: "Pero admitido este principio, una duda
salta a la vista. Los historiadores sagrados y los profetas
están concordes en pintarnos a Israel como infiel a su Esposo y
manchada de infinitos adulterios; lo cual no está conforme con
el Cántico, donde la Esposa aparece siempre enamorada de su
Esposo, y además, toda hermosa o pura. La solución a esta
dificultad nos la ofrecen los mismos profetas cuando al Israel
histórico oponen el Israel de la época mesiánica, purificado de
sus pecados y vuelto de todo corazón a su Dios. Las relaciones
rotas por el pecado de idolatría se reanudan para siempre. Es
preciso, pues, decir que el Cántico celebra los amores de Yahvé
y de Israel en la edad mesiánica, que es el objeto de los deseos
de los profetas y justos del Antiguo Testamento. En torno a esta
imagen del matrimonio, usada por los profetas, reúne el sabio
todas las promesas contenidas en los escritos proféticos" (cf.
Ex. 34, 16; Núm. 14, 34; Is. 54, 4 ss.; 62, 4 ss.; Os. 1, 2; 2,
4 y 19; 6, 10; Jer. 2, 2; 3, 1 y 2; 3, 14; Ez. 16).
El Sumo Pontífice Pío XII, en su importantísima Encíclica
"Divino Afflante Spiritu", sobre los estudios bíblicos alude
expresamente a las dificultades de interpretación que dejamos
planteadas, al decir que "no pocas cosas... apenas fueron
explicadas por los expositores de los pasados siglos"; que
"entre las muchas cosas que se proponen en los Libros sagrados,
legales, históricos, sapienciales y proféticos, sólo muy pocas
hay cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la
Iglesia, y no son muchas más aquellas en las que sea unánime la
sentencia de los Santos Padres" y que "si la deseada solución se
retarda por largo tiempo, y el éxito feliz no nos sonríe a
nosotros, sino que acaso se relega a que lo alcancen los
venideros, nadie por eso se incomode... siendo así que a veces
se trata de cosas oscuras y demasiado lejanamente remotas de
nuestros tiempos y de nuestra experiencia".
Entretanto, y a pesar de nuestra ignorancia actual para fijar
con certeza el sentido propio de todos sus detalles, el divino
poema nos es de utilidad sin límites para nuestra vida
espiritual, pues nos lleva a creer en el más precioso y
santificador de los dogmas: el amor que Dios nos tiene, según
esa inmensa verdad sobrenatural que expresó, a manera de
testamento espiritual, el Beato Pedro Julián Eymard: "La fe en
el amor de Dios es la que hace amar a Dios".
No puede haber la menor duda de que sea lícito a cada alma
creyente recoger para sí misma las encendidas palabras de amor
que el Esposo dirige a la Esposa. El Cantar es, en tal sentido,
una celestial maravilla para hacernos descubrir y llevarnos a lo
que más nos interesa, es decir, a creer en el amor con que somos
amados. El que es capaz de hacerse bastante pequeño para
aceptar, como dicho a sí mismo por Jesús, lo que el Amado dice a
la Amada, siente la necesidad de responderle a El con palabras
de amor, y de fe, y de entrega ansiosa, que la Amada dirige al
amado. Felices aquellos que exploten este sublime instrumento,
que es a un tiempo poético y profético, como los Salmos de
David, y en el cual se juntan, de un modo casi sensible, la
belleza y la piedad, el amor y la esperanza, la felicidad y la
santidad. ¡Y felices también nosotros si conseguimos darlo en
forma que pueda ser de veras aprovechado por las almas!
El título "Cantar de los Cantares" (en hebreo Schir Haschirim)
equivale, en el lenguaje bíblico, a un superlativo como "vanidad
de vanidades" (Eclesiastés 1, 2), Rey de Reyes y Señor de
Señores" (Apoc. 19, 16), etc., y quiere decir que esta canción
es superior a todas. "El Alto Canto" se le llama en alemán; en
italiano "La Cántica" por antonomasia, etc. Efectivamente el
"Cantar de los Cantares" ha ocupado y sigue ocupando el primer
lugar en la literatura mística de todos los siglos.
Poema todo oriental, no puede juzgárselo, como bien dice
Vigouroux, según las reglas puestas por los griegos, como son
las nuestras. Tiene unidad, pero "entendida a la manera
oriental, es decir, mucho más en el pensamiento inspirador que
en la ejecución de la obra".
Intervienen en el "Cantar de los Cantares", mediante diálogos y
a veces en forma dramática, la Esposa (Sulamita) y el Esposo,
denominados también en ocasiones hermano y hermana. Aparecen
además otros personajes: los "hermanos", las "hijas de
Jerusalén", etc., que forman algo así como el coro de la antigua
tragedia griega. La manera en que se tratan el Amado y la Amada
muestra claramente que no son simples amantes, porque entre los
israelitas solamente los esposos podían tratarse tan
estrechamente.
No se exhibe, pues, aquí un amor prohibido o culpable, sino una
relación legítima entre esposos. A este respecto debe advertirse
desde luego que el lenguaje del Cántico es el de un amor entre
los sexos. No creemos que esto haya de explicarse solamente
porque se trata de un poema de costumbres orientales, sino
también porque la Biblia es siempre así: "plata probada por el
fuego, purificada de escoria, siete veces depurada" (S. 11, 7).
Ella dice todo lo que debe decir, sin el menor disimulo (cf. Gén.
19, 30 y nota), es decir, como muy bien observa Hello, sin
revestir la verdad con apariencias que atraigan el aplauso de
los demás, según suelen hacer los hombres. Dios quiere aplicar
aquí, a los grandes misterios de su amor con la humanidad -ya se
trate de Israel, de la Iglesia o de cada alma- la más vigorosa
de las imágenes: la atracción de los sexos. Sabe que todos la
comprenderán, porque todos la sienten. Y en ello no ha de verse
lo prohibido, sino lo legítimo del amor matrimonial, instituido
por Dios mismo, a la manera como el vino sólo sería malo en el
ebrio que lo bebiera pecaminosamente. De ahí que, como muy bien
se ha dicho de este sublime poema, "el que vea mal en ello, no
hará sino poner su propia malicia. Y el que sin malicia lo lea
buscando su alimento espiritual, hallará el más precioso
antídoto contra la carne".
Los expositores antiguos miraron siempre como autor del libro al
rey Salomón cuyo nombre figura en el título: "Cantar de los
Cantares de Salomón" y fue respetado por el traductor griego. La
Vulgata no pone nombre de autor, y diversos exégetas católicos
remiten la composición del Cantar a tiempos posteriores a
Salomón (Joüon, Holzhey, Ricciotti, Zapletal, etc.). Otros
empero, entre ellos Fillion, lo atribuyen al mismo rey sabio,
que en el poema figura con toda su opulencia. A este respecto no
podemos dejar de señalar, entre las muchas interpretaciones (que
hacen variar de mil maneras el diálogo y el sentido, según que
pongan cada versículo en boca de uno u otro de los personajes),
la que adopta un estudioso tan autorizado como Vaccari
presentándola como "la que mejor corresponde, tanto a los datos
intrínsecos del Libro, cuanto a las condiciones históricas del
antiguo Israel". Según esta interpretación, el Esposo a quien
ama la Sulamita, no es la misma persona que el rey, sino un
joven pastor que la celebra en un lenguaje idílico y agreste,
contrastando precisamente con la fastuosidad del rey cuyas
atracciones desprecia la Esposa que prefiere a su Amado. En este
contraste, la paz del campo simboliza la Religión de Israel, tan
sencilla como verdadera, y los esplendores de la Corte figuran
los de la civilización pagana, que humanamente hablando parece
tan superior a la hebrea. Tendríamos así, como en las dos
Ciudades de San Agustín, el eterno contraste entre Dios y el
mundo, entre lo espiritual y lo temporal. El valor de esta
interpretación que permite entender muchos pasajes antes
obscuros, podrá juzgarse a medida que la señalemos en las notas.
Entretanto ella explicaría que Salomón, siendo el autor del
Poema (como lo sostiene también Vigouroux con sólidas razones)
se haya puesto él mismo como personaje del drama, pues que,
siendo así, ya no aparecería como figura del divino Esposo, sino
que, lejos de ello, se presenta modestamente con su persona y su
proverbial opulencia, como un ejemplo de la vanidad de todo lo
terreno, cosa muy propia de la sabiduría de aquel gran Rey.
Agreguemos que esta manera de entender el Cantar según lo
propone Vaccari no se opone en modo alguno al aprovechamiento de
su riquísima doctrina mística, pues nada más congruente que
aplicar las relaciones de Yahvé con su esposa Israel, a las de
su Hijo Jesús, espejo perfectísimo del Padre (Hebr. 1, 3), con
la Iglesia que El fundó, y con cada una de las almas que la
forman, en su peregrinación actual en busca del Esposo (cf. 4,
7; 3, 3; 5, 6 y notas); en la misteriosa unión anticipada de la
vida eucarística (cf. 2, 6 y nota); y finalmente en su
bienaventurada esperanza (cf. 1, 1; 8, 13 s. y notas; Tito 2,
13), cuya realización anhela ella desde el principio con un
suspiro que no es sino el que repetimos cada día en el Padre
Nuestro enseñado por el mismo Cristo: "Adveniat Regnum tuum", y
el que los primeros cristianos exhalaban en su oración que desde
el siglo primero nos ha conservado la "Didajé" o "Doctrina de
los doce Apóstoles": "Así como este pan fraccionado estuvo
disperso sobre las colinas y fue recogido para formar un todo,
así también, de todos los confines de la tierra, sea tu Iglesia
reunida para el Reino tuyo... líbrala de todo mal, consúmala en
tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu
reino que para ella preparaste, porque tuyo es el poder y la
gloria en los siglos. ¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo!
¡Hosanna al Hijo de David! Acérquese el que sea santo;
arrepiéntase el que no lo sea. Maranatha (Ven Señor). Amén"
LOS LIBROS
HISTÓRICOS
Josué
El libro de Josué narra la conquista de la Tierra prometida,
llevada a cabo después de la muerte de Moisés por Josué, el
nuevo caudillo y sucesor de Moisés.
Divídese el libro en dos partes, de las cuales la primera (caps.
1-12) relata el paso de Jordán, la toma de Jericó, las batallas
de Hai y Gabaón y otros sucesos relacionados con la ocupación
del país. La segunda parte (caps. 13-22) trata del reparto de la
tierra de Canaán entre las doce tribus que la recibieron en
suerte. Termina como el Deuteronomio, con la renovación de la
Alianza (caps. 23 y 24).
El título no quiere decir que Josué mismo sea el autor del
libro. Sin embargo, hay indicios de que el conquistador hiciera
uso del arte de escribir (Jos. 24, 26). La tradición judía y
muchos santos Padres le atribuyen a él mismo la composición del
libro, mientras que los modernos en su mayoría, son de opinión
contraria, sosteniendo que el autor no fue Josué sino otro
escritor, que utilizó relatos y documentos, escritos por Josué y
otros en tiempos de la ocupación de Canaán.
El libro fue redactado antes del establecimiento de la monarquía
en Israel, pues al tiempo que se escribía, estaban los
gabaonitas todavía al servicio del Santuario. Ahora bien, por
otra fuente (II Rey. cap. 21) sabemos que Saúl, el primer
monarca los persiguió hasta el exterminio. En Jos. 6, 25 leemos
que Rahab y su familia vivía aun al tiempo de la composición del
libro. Esta observación permite suponer que el libro fue escrito
por un contemporáneo de Josué.
El objeto del Libro de Josué es mostrar la fidelidad de Dios en
el cumplimiento de su promesa de dar a su pueblo la tierra de
Canaán.
Los datos del Libro de Josué son confirmados indirectamente por
las tablas cuneiformes del archivo de Tell el-Amarna, las que
describen la situación política de entonces de la misma manera
que el Libro sagrado. No había gobierno central ni jefe
superior, sino que una multitud de reyezuelos vivían entre sí en
constante hostilidad y sólo se unían cuando un común y poderoso
enemigo los amenazaba.
Jueces
El Libro de los Jueces contiene la historia del periodo
transcurrido entre la muerte de Josué y la judicatura de Samuel,
o sea, hasta la implantación de la monarquía.
Llámase Libro de los Jueces porque sus protagonistas
desempeñaban el cargo de jueces, que era idéntico con el cargo
de gobernar y reinar, pues en todo el Antiguo Testamento juzgar
es sinónimo de reinar. Fueron en realidad los caudillos del
pueblo de Israel en el periodo indicado.
Dios solía llamarlos directamente en tiempos de suma necesidad,
para que librasen a su pueblo de sus opresores. Una vez
oprimidos los enemigos, seguían desempeñando, por regla general,
las funciones de gobernantes, sea en su tribu, sea en todo el
pueblo. Por eso, antes de formular juicio u opinión sobre la
conducta de los Jueces de Israel, debemos tener muy presente que
éstos fueron puestos por Dios, como se ve en el discurso de San
Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (Hch. 13, 20), a
fin de abstenernos de condenar lo que el mismo Dios dispuso.
El Libro de los Jueces se divide en tres partes. En la primera
(1, 1-3, 6) se describe la situación política y religiosa que
reinaba inmediatamente antes del periodo de los Jueces; la
segunda parte (3, 7-16, 31) contiene la historia de los Jueces;
la tercera (17-21) narra dos episodios que se refieren a la
idolatría de los danitas y la corrupción de los benjaminitas, y
que dan saludable idea de los extravíos de que somos capaces los
hombres si nos guiamos por nuestros propios impulsos.
No conocemos el nombre del autor del libro. En general se cree
que el profeta Samuel le dio la forma literaria que hoy tiene.
No es difícil establecer el tiempo de su composición. El autor
da por supuesto el comienzo de la monarquía en Israel, la cual
es considerada como un gran beneficio para el pueblo y goza
todavía de gran prestigio. Todo esto prueba que el libro fue
redactado en los primeros años del reinado de Saúl.
La enseñanza especial que deducimos del libro de los Jueces es
demostrar que Dios siempre castiga a su pueblo cuando éste se
aparta de su Ley, pero le suscita un libertador cada vez que se
convierte o pide auxilio a su Dios.
No se ha aclarado aún la cronología del libro. Si sumamos los
años atribuidos a cada Juez, salen como resultado 410 años.
Ahora bien, todos los acontecimientos transcurridos entre el
Exodo de Egipto y el comienzo de la edificación del Templo bajo
Salomón abarcan 480 años. Si de esos 480 años se quitan los 410
de los Jueces, quedan para los demás acontecimientos sólo 70
años, lo cual es imposible. La solución de esta dificultad
consiste en admitir que algunos de los Jueces reinaron
simultáneamente en diversas regiones del país.
Rut
El libro de Rut es como un suplemento de los Jueces y una
introducción a los Reyes. Contiene la encantadora historia de
una familia del tiempo de los Jueces. La moabita Rut, peregrina
con su suegra Noemí desde el país de Moab a la patria de ésta y
se casa con Booz, un rico pariente de su marido. Los dos, Booz y
Rut, aparecen en la genealogía de Cristo (Mt. 1, 5).
No se sabe exactamente, cuándo se escribió esta preciosa
historia del tiempo de los Jueces, que trata de los antepasados
de David. Muy probable es la hipótesis de que fuera escrita en
tiempos de éste, y supónese que su autor es aquel que escribió
el primer libro de los Reyes, tal vez el profeta Samuel.
Nos ofrece un hermoso ejemplo de la divina Providencia que todo
lo dispone y hace que concurran aún los menores sucesos al
cumplimiento de sus mayores designios. Nos pone ante los ojos un
modelo de singular piedad y religión, tanto en Rut como en su
suegra Noemí, y nos deja ver en Booz, no sólo un modelo de
israelita, sino también un miembro de la real estirpe, de la
cual nació Nuestro Señor Jesucristo.
Puede verse en este librito también una recomendación del
matrimonio levirático (Dt. 25, 5), ya sea el levirato
propiamente dicho, ya sea el levirato en sentido amplio, como es
el de Booz con Rut.
Samuel y II Samuel
Estos son los dos primeros de los cuatro libros dedicados a los
Reyes, y se refieren a la monarquía de Israel y de Judá, que
duró unos 450 años, hasta el cautiverio de Babilonia. Los dos
primeros, llamados también I y II de Samuel, relatan la historia
de Israel desde el nacimiento de Samuel hasta la muerte de
David.
El libro primero empieza narrando la historia de Helí y Samuel,
que fue el último de los jueces, y el establecimiento de la
monarquía en Israel (cap. 1-15); en la segunda parte refiere el
fin de Saúl, el primer rey, y el advenimiento de David (cap.
16-31).
El libro segundo está dedicado por entero al reinado del
Rey-Profeta.
El autor de estos libros es desconocido. El texto hebreo pone el
nombre del profeta Samuel al frente de ambos libros. Es
realmente muy probable que gran parte del primero provenga de
Samuel; pero hay que fijar su redacción definitiva en el tiempo
después de David.
El objeto que se propone el autor, es mostrar principalmente la
fidelidad de Dios en sus promesas y la divina providencia en la
vocación de David al trono. Al mismo tiempo quiere el autor
trazar una imagen del rey ejemplar David, en contraste con Saúl,
a quien no es lícito imitar.
San Jerónimo encarece la lectura de los libros de los Reyes,
porque es fácil comprender su contenido y sacar las enseñanzas
que Dios mediante ellos pone ante nuestros ojos y nuestro
corazón.
Esta divina historia es como un bosquejo de todo cuanto ha
sucedido en el mundo desde aquel tiempo hasta hoy. Mudados los
nombres, la substancia es la misma. "Se descubre por todas
partes aquella providencia paternal, aquel poder y sabiduría
eterna, que todo lo dispensa, ordena y endereza al fin y
cumplimiento de sus altísimos designios. En cada página se nos
muestra al Señor como un Dios santo, benéfico, misericordioso,
siempre pronto a perdonar las faltas de los que arrepentidos
recurren a su clemencia" (Scío).
El personaje que se destaca en toda esta historia es David, el
gran amigo de Dios y figura de Cristo que descendió de él según
la carne.
I
Reyes y II Reyes
Los Libros III y IV de los Reyes que en algunas versiones se
llaman libros I y II de los Reyes (porque los dos libros que
preceden se llaman a veces libros de Samuel), han de
considerarse como continuación de esos dos libros históricos a
los cuales se agregan.
Empiezan con el advenimiento de Salomón al trono y cierran con
la caída del reino de Judá, abarcando por consiguiente, más de
cuatro siglos (X-VI a. C.).
El primero, a saber el Libro III (3o.) de los Reyes, trae en su
primera parte la historia de Salomón (cap. 1-11), en la segunda
la de los reinos de Judá e Israel hasta el rey Ococías de Israel
(cap. 12-22).
El Libro IV describe la historia de los dos reinos hasta la
destrucción de Samaria y del reino de Israel (cap. 1-17),
refiriendo luego los acontecimientos que siguieron en Judá,
hasta el cautiverio babilónico.
No es el objeto de estos libros ofrecernos una historia
exclusivamente política. Lo que el autor quiere mostrar es cómo
los reyes observaron o no las normas de la Ley y de qué manera
Dios cumplió sus promesas y amenazas. A la posición que toma
cada rey respecto de la Ley, corresponde su suerte personal y la
de su reino. Aquel rey es grande, que cumple la Ley, aquel es
pequeño e impío, que la descuida. Este es el esquema según el
cual cada rey es juzgado.
El autor debe haber sido uno de los profetas. Según la tradición
judía fue Jeremías, con lo cual coinciden algunos ilustres
exégetas modernos. En todo caso, ha de reconocerse el parentesco
de estilo entre el libro de Jeremías y estos dos de los Reyes.
El tiempo de la composición de los dos libros ha de fijarse
entre el año 562 y el año 538 a.C. Pues el autor menciona la
liberación del rey Jeconías acaecida el año 562, pero no el fin
del cautiverio (año 538).
El autor ha tenido a su disposición fuentes escritas, los anales
de los reyes de Judá, citados por él 15 veces, y los anales de
los reyes de Israel citados 17 veces. De estas fuentes ha
entresacado lo que creía conveniente para su objeto.
Un problema para los exégetas es la cronología de los dos
libros. Consiste ella en indicar la edad del rey que sube al
trono y la duración de su reinado, y, además, su sincronización
con el reinado del rey contemporáneo de Israel o de Judá,
respectivamente. Pero si se suman los años de los reyes de Judá
con los del reino de Israel desde el cisma hasta el cautiverio
de Israel, resulta una diferencia de 19 años. Para solucionar
esta dificultad se han propuesto varios sistemas.
I
y II Crónicas (Paralipómenos)
Los dos Libros de las Crónicas (Paralipómenos) formaron en su
origen un solo libro. Fueron divididos en dos por los Setenta,
probablemente por razones prácticas.
Paralipómenos, es decir Suplementos, se llaman en griego estos
libros porque traen cosas omitidas en los demás libros sagrados;
pero además son un resumen de la historia del Antiguo
Testamento. Los judíos los llamaban "las Palabras de los Días",
y San Jerónimo, para señalar su importancia, les dio el nombre
de "Crónica de las Crónicas". Pero no deben confundirse con el
Libro de las Crónicas o Anales, tantas veces citados en los
libros de los Reyes, y en éstos mismos; aquél se perdió, pero es
posible que estuviese resumido en éstos.
El primer libro refiere en su primera parte (caps. 1-9) las
genealogías desde Adán hasta David, y en la segunda (caps.
10-29) la historia de David.
El libro segundo trata primeramente de la historia de Salomón
(1-9) y luego principalmente del reino de Judá hasta su caída
(10-36), incluyendo el decreto de libertad dado por Ciro.
Si bien los Paralipómenos son un resumen de la Historia Sagrada,
constituyen, sin embargo, una obra personal e independiente. El
fin que se propuso el autor fue demostrar que los tiempos en que
el pueblo de Dios cumplía con la Ley, eran los mejores. Por eso
pasa por alto los acontecimientos que no están relacionados con
la religión y el culto; lo que, sin embargo, no quiere decir que
su obra no tenga valor histórico. Muy al contrario, en la esfera
religiosa, a que se limita el autor, pudo recurrir a otras
fuentes, ante todo las listas genealógicas, guardadas en el
Templo, las cuales no estaban al alcance de otros historiadores.
Las llamadas contradicciones con otros libros del Antiguo
Testamento se solucionan fácilmente para los que adoptan las
reglas de una sana hermenéutica, y no se erigen orgullosamente
en jueces de la Palabra divina. Pues, como observa San Jerónimo,
todo el conocimiento de las Escrituras se encierra en este
volumen, en cuanto a la inteligencia de la historia.
El autor de los Paralipómenos es desconocido. Algunos lo buscan
en Esdras o Nehemías, y para demostrar su tesis aducen la
semejanza de estilo, explicando, por otra parte, como adiciones
posteriores todas las cosas que denuncian un origen más moderno,
p. ej. la prolongación de la genealogía davidica hasta seis
generaciones después de Zorobabel, etc. Seguramente los dos
libros no han sido compuestos antes del cautiverio babilónico,
sino probablemente en tiempos de la restauración del pueblo
judío, con el fin de ilustrar sobre su historia sagrada a los
judíos vueltos a su tierra, y facilitar el reparto de ésta según
las genealogías. Quiso inculcarles que eran un pueblo
teocrático, separado de los demás pueblos de la tierra y elegido
para dar culto a Yahveh. De ahí la preferencia que el autor
diera a la organización del culto que es el sello de la unión de
Dios con su pueblo.
Esdras y Nehemías
Los dos libros de Esdras y Nehemías que originariamente formaron
un todo, constituyen la continuación de los Paralipómenos,
retomando en su primer capítulo el edicto de Ciro, con el cual
termina el segundo libro de los Paralipómenos.
El libro de Esdras relata en primer lugar (caps. 1-6) el regreso
de los judíos (tribus de Judá y Benjamín) de la cautividad
babilónica bajo Zorobabel, y la reconstrucción del Templo del
Señor (536-516 a. C.); pasa después a describir (caps. 7-10) el
regreso de otro grupo de cautivos, asimismo de aquellas tribus,
bajo Esdras, y las medidas reformatorias adoptadas por éste con
el fin de restablecer la Ley (458 a. C.).
El libro de Nehemías, o segundo de Esdras, narra en su primera
parte (caps. 1-7), la llegada de Nehemías y la fortificación de
Jerusalén (453 a 445 a. C.); en la segunda (caps. 8-10) las
reformas de carácter religioso y moral; en la tercera (caps.
11-13) las reformas político-religiosas, destinadas a la
restauración de la comunidad del pueblo de Dios.
El fin que el autor de los dos libros se propone, es mostrar las
disposiciones de la divina Providencia en favor del pueblo
escogido y el cumplimiento exacto del vaticinio del Profeta
Jeremías que había anunciado la liberación de Israel al cabo de
70 años (Jr. 25, 11-12; 29, 10).
Algunos creen que el autor de ambos fue el mismo que escribió
los libros de los Paralipómenos; otros, empero, opinan con razón
que su autor fue Esdras, sacerdote, "el príncipe de los doctores
de la Ley", descendiente de la familia de los Sumos Sacerdotes,
que se sirvió de sus propios apuntes y de los de Nehemías; sin
embargo, varios párrafos han de considerarse adiciones
posteriores, como p.e. la genealogía de Eliasib (Neh. 12, 10 ss.),
que alcanza la época de Alejandro Magno, hecho que algunos
expositores modernos aprovechan para remitir la composición al
siglo IV, pero sin dar razones convincentes. Además, tal teoría
es contradicha por los papiros de Elefantina (Egipto) que han
arrojado nueva luz sobre la época de Esdras.
El 1o. de estos libros abarca un periodo de 82 años; el 2o., uno
de 31 años.
Hay otros dos libros llamados de Esdras (3o. y 4o.) que no están
en el canon de la Biblia, aunque se los incluye, por su
importancia, como apéndice en las ediciones latinas de la
Vulgata, junto con la Oración de Manasés (II Par. 33, 10-13) y,
a veces, el llamado Salmo 151. Son, sin embargo, apócrifos.
Judit
El libro de Judit tiene por objeto confortar a los israelitas,
dándoles a conocer en un hecho histórico la milagrosa ayuda que
Dios presta a su pueblo.
Judit, una viuda de la tribu de Simeón, que habitaba en la
ciudad de Betulia, sitiada por el general asirio Holofernes,
habiendo oído que los magistrados iban a entregar la ciudad al
enemigo, promete libertar a su pueblo. Vístese con sus mejores
galas, y acompañada de una sirvienta, sale en dirección al campo
de los asirios. Conducida a la presencia de Holofernes, logra
ganar su simpatía y engañarlo de tal manera que la invita a un
festín. Llegada la noche, Judit le corta la cabeza, vuélvese a
Betulia y cuelga la cabeza de Holofernes de la muralla de la
ciudad. Los asirios al ver el cadáver ensangrentado de su
general emprenden la fuga.
La historicidad de estos hechos ha sido atacada por muchos,
entre los que se colocaron también algunos católicos. Hay tres
opiniones sobre el carácter histórico o no-histórico de este
libro. Unos lo toman en sentido estrictamente histórico, otros
le atribuyen carácter didáctico o parenético, y otros mezclan
los dos géneros literarios, es decir, consideran el libro como
histórico en sentido general, pero no en los detalles. Falta,
pues, determinar el carácter literario de este libro, "asunto
que debe resolverse en conformidad con la luminosa doctrina
expresada en la Encíclica de Pío XII: "Divino Afflante Spiritu"
(Nácar-Colunga)".
Para los defensores de la historicidad, la época de los sucesos
es aquel triste periodo, en que el rey Manasés fue llevado
cautivo a Babilonia (cf. II Par. 33, 11), lo que explica que
Judá estaba sin jefe (no existiendo tampoco el reino de Israel)
(cf. IV Rey. cap. 17).
También sobre el tiempo de la composición divergen las opiniones
entre los exégetas católicos. Parece seguro que fue escrito en
tiempo postexílico, o sea, después del cautiverio de Babilonia.
Por otra parte, hay que reconocer la frescura del relato y la
precisión de los datos genealógicos (1, 8), geográficos (1, 6-8;
2, 12-17; 3, 1-14; 4, 3 y 5), cronológicos (2, 1; 8, 4; 16, 28),
históricos (1, 3-10), etc., que su ignorado amor -un judío de
Palestina- conocía bien a fondo.
Las versiones, como en el Libro de Tobías, son varias y
distintas en los detalles, no existiendo el original, que parece
haber sido hebreo o arameo.
En cuanto al contenido moral y espiritual de este sublime Libro,
lo entenderá con gran provecho quien lo medite atentamente. No
hemos pretendido ciertamente justificar a Dios como si Él
necesitara de nuestra defensa. La justificación de Dios está en
sus propias palabras, como dice el Profeta David (cf. S. 18,
8-10).
Ester
El libro de Ester contiene una de las más emocionantes escenas
de la Historia Sagrada. Habiendo el rey Asuero (Jerjes)
repudiado a la reina Vasti, la judía Ester vino a ser su esposa
y reina de Persia. Ella, confiada en Dios y sobreponiéndose a su
debilidad, intercedió por su pueblo cuando el primer ministro
Amán concibió el proyecto de exterminar a todos los judíos,
comenzando por Mardoqueo, padre adoptivo de Ester. En un
banquete, Ester descubrió al rey su nacionalidad hebrea y pidió
protección para sí y para los suyos contra su perseguidor Amán.
El rey concedió lo pedido: Amán fue colgado en el mismo patíbulo
que había preparado para Mardoqueo, y el pueblo judío fue
autorizado a vengarse de sus enemigos el mismo día en que según
el edicto de Amán, debía ser aniquilado en el reino de los
persas. En memoria de este feliz acontecimiento los judíos
instituyeron la fiesta de Purim (Fiesta de las Suertes).
El texto masorético que hoy tenemos en la Biblia hebrea, sólo
contiene 10 capítulos, y es más corto que el originario, debido
a que la Sinagoga omitió ciertos pasajes religiosos, cuando la
fiesta de Purim, en que se leía este libro al pueblo, tomó
carácter mundano. San Jerónimo añadió los últimos capítulos (10,
4-16, 24), que contienen los trozos que se encuentran en la
versión griega de Teodoción, pero faltan en la forma actual del
texto hebreo.
El carácter histórico del libro siempre ha sido reconocido,
tanto por la tradición judaica, como por la cristiana. Un hecho
manifiesto nos muestra la historicidad del libro, y es la
existencia de la mencionada fiesta de Purim, que los judíos
celebran aún en nuestros días. Sin embargo, han surgido no pocos
exégetas, sobre todo acatólicos, que relegan el libro de Ester a
la categoría de los libros didácticos o le atribuyen solamente
un carácter histórico en sentido lato. Es éste un punto que debe
estudiarse a la luz de las normas trazadas en la Encíclica
"Divino Afflante Spiritu". Hasta aclararse la cuestión damos
preferencia a la opinión tradicional.
En cuanto al tiempo de la composición se deciden algunos por la
época de Jerjes I (485-465 a. C.), otros por el tiempo de los
Macabeos.
La canonicidad del libro de Ester está bien asegurada. El
Concilio de Trento ha definido también la canonicidad de la
segunda parte del libro de Ester (cap. 10, vers. 4 al cap. 16,
vers. 24), mientras los judíos y protestantes conservan
solamente la primera parte en su canon de libros sagrados.
Los santos Padres ven en Ester, que intercedió por su pueblo,
una figura de la Santísima Virgen María, auxilium christianorum.
Lo que Ester fue para su pueblo por disposición de Dios, lo es
María para el pueblo cristiano.
LOS PROFETAS MAYORES
Isaías
No todos los profetas nos han dejado sus visiones en forma de
escritos. De Elías y Eliseo, por ejemplo, sólo sabemos lo que
nos narran los libros históricos del Antiguo Testamento,
principalmente los libros de los Reyes.
Entre los vates cuyos escritos poseemos es sin duda el mayor
Isaías, hijo de Amós, de la tierra de Judá, quien fue llamado al
duro cargo de profeta en el año 738 a. C., y cuya muerte ocurrió
probablemente bajo el rey Manasés (693-639). Según una antigua
tradición judía, murió aserrado por la mitad a manos de los
verdugos de este impío rey. En 442 d. C. sus restos fueron
transportados a Constantinopla. La Iglesia celebra su memoria el
6 de julio.
Isaías es el primero de los profetas del A. T., desde luego por
lo acabado de su lenguaje, que representa el siglo de oro de la
literatura hebrea, mas sobre todo por la importancia de los
vaticinios que se refieren al pueblo de Israel, los pueblos
paganos y los tiempos mesiánicos y escatológicos. Ningún otro
profeta vio con tanta claridad al futuro Redentor, y nadie, como
él, recibió tantas ilustraciones acerca de la salud mesiánica,
de manera que S. Jerónimo no vacila en llamarlo "el Evangelista
entre los profetas".
Distínguense en el libro de Isaías un Prólogo (cap. 1) y dos
partes principales. La primera (cap. 2-35) es una colección de
profecías, exhortaciones y amonestaciones, que tienen como punto
de partida el peligro asirio, y contiene vaticinios sobre Judá e
Israel (2, 1-12, 6), oráculos contra las naciones paganas (13,
1-23, 18); profecías escatológicas (24, 1-27, 13); amenazas
contra la falsa seguridad (28, 1-33, 24), y la promesa de la
salvación de Israel (34, 1-35, 10). Entre las profecías
descuellan las consignadas en los cap. 7-12. Fueron pronunciadas
en tiempo de Acaz y tienen por tema la Encarnación del Hijo de
Dios, por lo cual son también llamadas "El Libro de Emmanuel".
Entre la primera y segunda parte media un trozo de cuatro
capítulos (36-39) que forma algo así como un bosquejo histórico.
El capítulo 40 da comienzo a la parte segunda del Libro (cap.
40-66), que trae veintisiete discursos cuyo fin inmediato es
consolar con las promesas divinas a los que iban a ser
desterrados a Babilonia, como expresa el Eclesiástico (48, 27
s.).
Fuera de eso, su objeto principal es anunciar el misterio de la
Redención y de la salud mesiánica, a la cual precede la Pasión
del "Siervo de Dios", que se describe proféticamente con la más
sorprendente claridad.
No es de extrañar que la crítica racionalista haya atacado la
autenticidad de esta segunda parte, atribuyéndola a otro autor
posterior al cautiverio babilónico. Contra tal teoría que se
apoya casi exclusivamente en criterios internos y lingüísticos,
se levanta no sólo la tradición judía, cuyo primer testigo es
Jesús, hijo de Sirac (Ecl. 48, 25 ss.), sino también toda la
tradición cristiana.
Para la interpretación de Isaías hay que tener presente lo dicho
en la Introducción general.
Jeremías
En cuanto a los datos biográficos, Jeremías es el menos ignorado
entre todos los profetas de Israel. Hijo del sacerdote Helcías,
nació en Anatot, a 4 km. al norte de Jerusalén, y fue destinado
por Dios desde el seno materno para el cargo de Profeta (1, 5).
Empezó a ejercer su altísima misión en el décimotercio año del
rey Josías (638-608), es decir, en 625. Durante más de 40 años,
bajo los reyes Josías, Joacaz, Joakim, Joaquín (Jeconías) y
Sedecías siguió amonestando y consolando a su pueblo, hasta que
la ciudad impenitente cayó en poder de los babilonios (587 a.
C.).
Jeremías no compartió con su pueblo la suerte de ser deportado a
Babilonia, sino que tuvo la satisfacción de ser un verdadero
padre del pequeño y desamparado resto de los judíos que había
quedado en la tierra de sus padres. Mas cuando sus compatriotas
asesinaron a Godolías, gobernador del país desolado, obligaron
al Profeta a refugiarse con ellos en Egipto, donde, según
tradición antiquísima, lo mataron porque no cesaba de
predicarles la Ley de Dios. La Iglesia celebra su memoria el 1o.
de mayo.
Jeremías es un ejemplo de vida religiosa, creyéndose que se
conservó virgen (16, 1 s.). Austero y casi ermitaño, se consumió
en dolores y angustias (15, 17 s.) por amor a su pueblo
obstinado. Para colmo se levantaron contra él falsos profetas y
consiguieron que, por mandato del rey, fuesen quemadas sus
profecías. El mismo fue encarcelado y sus días habrían sido
contados, si los babilonios, al tomar la ciudad, no le hubiesen
libertado.
Su libro se divide en dos partes, la primera de las cuales
contiene las profecías que versan sobre Judá y Jerusalén (cap.
2-45), y la segunda reúne los vaticinios contra otros pueblos (cap.
46-51). El primer capítulo narra la vocación del Profeta, y el
último (cap. 52) es un apéndice histórico.
Cuanto menos comprendido fue Jeremías por sus contemporáneos,
tanto más lo fue por las generaciones que le siguieron. Sus
vaticinios alentaban a los cautivos de Babilonia, y a él se
dirigían las miradas de los israelitas que esperaban la salud
mesiánica. Tan grande era su autoridad que muchos creían que
volvería de nuevo, como se ve en el episodio de Mt. 16, 14. Los
santos Padres lo consideran como figura de Cristo, a quien
representa por lo extraordinario de su elección, por la pureza
virginal, por el amor inextinguible a su pueblo y por la
paciencia invencible frente a las persecuciones de aquellos a
los cuales amaba.
Lamentaciones
La tradición atribuye unánimemente a Jeremías la colección de
las Lamentaciones que va unida al libro de sus profecías.
Llámanse Lamentaciones o, según el griego, Trenos, porque
expresan en la forma más conmovedora el amarguísimo dolor del
santo profeta por la triste suerte de su pueblo y la ruina del
Templo y de la ciudad de Jerusalén. Fueron compuestas bajo la
impresión de la tremenda catástrofe, inmediatamente después de
la caída de la ciudad (587 a. C.).
Este pequeño libro pertenece al género de poesía
lírico-elegíaco, distinguiéndose, además, por el orden
alfabético de los versos en los capítulos 1-4. Su estilo es vivo
y patético, pero a la vez tierno y compasivo como la voz de una
madre que consuela a sus hijos. No hay en toda la antigüedad
obra alguna que pueda compararse, en cuanto a la intensidad de
los sentimientos, con una de estas elegías inmortales.
En el canon judío las Lamentaciones formaban parte de los cinco
libros (Megillot) que se leían en ciertas fiestas. La Iglesia no
ha encontrado mejor expresión que ellas para recordar la Pasión
de Jesucristo, por lo cual las reza en el Oficio de Semana
Santa. Este sublime grito de dolor y arrepentimiento se
prestaría maravillosamente, como los siete Salmos penitenciales,
para manifestaciones públicas de contrición colectiva, como las
que se hacían en tiempos de mayor fe. Los grandes Obispos S.
Ambrosio y S. Carlos Borromeo promovían especialmente estos
actos de penitencia pública que libraron a los pueblos de
grandes calamidades.
Baruc
En el canon se agrega a las Lamentaciones el pequeño y bellísimo
libro de Baruc, en hebreo "Bendito", cuyo texto original se ha
perdido, pero que nos ha llegado en la versión griega de los
Setenta, cuyos autores, judíos, lo admitían por lo tanto, como
auténtico y canónico.
Tras una breve introducción histórica (1, 1-14) trae esta
profecía la confesión de los pecados del pueblo desterrado que
implora la misericordia de Dios (1, 15-3, 18), y termina con
amonestaciones y palabras de consuelo (3, 9-5, 9). Añádase como
capítulo sexto una carta del profeta Jeremías (6, 1-72) en que
éste condena con notable elocuencia la idolatría y el
materialismo en el culto.
No hay duda de que el autor es aquel Baruc que conocemos como
amanuense de Jeremías quien le dictó sus profecías y luego,
hallándose preso, le encargó las leyera delante del pueblo, como
lo hizo también más tarde ante los príncipes (Jer. cap. 36).
Después de la caída de Jerusalén Baruc acompañó a Jeremías a
Egipto (Jer. 43); más tarde, en 582, lo encontramos en Babilonia
entre los israelitas cautivos, a los cuales en presencia del rey
Jeconías leyó su libro (Bar. 1, 3). Regresó a Jerusalén con una
suma de dinero y vasos destinados para el culto del Templo.
La autoridad canónica del libro que algunos intentaron negar,
está asegurada por la Tradición y por la solemne decisión del
Concilio Tridentino.
El texto hebreo se ha perdido.
Ezequiel
Ezequiel, hijo de Buzí, de linaje sacerdotal, fue llevado
cautivo a Babilonia junto con el rey Jeconías de Judá (597 a.
C.) e internado en Tel-Abib a orillas del río Cobar. Cinco años
después, a los treinta de su edad (cf. 1, 1), Dios lo llamó al
cargo de profeta, que ejerció entre los desterrados durante 22
años, es decir, hasta el año 570 a. C.
A pesar de las calamidades del destierro, los cautivos no
dejaban de abrigar falsas esperanzas, creyendo que el cautiverio
terminaría pronto y que Dios no permitiría la destrucción de su
Templo y de la Ciudad Santa (véase Jer. 7, 4 y nota). Había,
además, falsos profetas que engañaban al pueblo prometiéndole en
un futuro cercano el retorno al país de sus padres. Tanto mayor
fue el desengaño de los infelices cuando llegó la noticia de la
caída de Jerusalén. No pocos perdieron la fe y se entregaron a
la desesperación.
La misión del Profeta Ezequiel consistió principalmente en
combatir la idolatría, la corrupción por las malas costumbres, y
las ideas erróneas acerca del pronto regreso a Jerusalén. Para
consolarlos pinta el Profeta, con los más vivos y bellos
colores, las esperanzas de la salud mesiánica.
Divídese el libro en un Prólogo, que relata el llamamiento del
profeta (caps. 1-3), y tres partes principales. La primera (caps.
4-24) comprende las profecías acerca de la ruina de Jerusalén;
la segunda (caps. 25-32), el castigo de los pueblos enemigos de
Judá; la tercera (caps. 33-48), la restauración.
"Es notable la última sección del profeta (40-48) en que nos
describe en forma verdaderamente geométrica la restauración de
Israel después del cautiverio: el Templo, la ciudad, sus
arrabales y la tierra toda de Palestina repartida por igual
entre las doce tribus" (Nácar-Colunga).
Las profecías de Ezequiel descuellan por la riqueza de
alegorías, imágenes y acciones simbólicas de tal manera, que S.
Jerónimo las llama "mar de la palabra divina" y "laberinto de
los secretos de Dios".
Ezequiel, según tradición judía, murió mártir.
Daniel
Daniel, a quien la misma Biblia cita como prototipo de santidad
(Ez. 14,14 y 20) y de sabiduría (Ez. 28, 3), vivió, como
Ezequiel, en Babilonia durante el cautiverio, más no fue
sacerdote que adoctrinase al pueblo como aquél, y como Jeremías
en Jerusalén, sino un alto personaje en la corte de un rey
pagano, como fueron José en Egipto y Ester y Mardoqueo en
Persia. De ahí sin duda que la Biblia hebrea lo colocase más
bien entre los hagiógrafos (aunque no siempre) y el Talmud viese
en él una figura del Mesías por su fidelidad en las
persecuciones. Su libro, último de los cuatro Profetas Mayores
en el orden cronológico y también por su menor extensión,
reviste, sin embargo, importancia extraordinaria debido al
carácter mesiánico y escatológico de sus revelaciones, "como que
en él se contienen admirables y especialísimos vaticinios del
estado político del mundo, y también del de la Iglesia, desde su
tiempo hasta la Encarnación del Verbo eterno, y después, hasta
la consumación del siglo, según el pensamiento de San Jerónimo"
(Scío). Precisamente por ello, el Libro de Daniel es uno de los
más misteriosos del Antiguo Testamento, el primer Apocalipsis,
cuyas visiones quedarían en gran parte incomprensibles, si no
tuviéramos en el Nuevo Testamento un libro paralelo, el
Apocalipsis de San Juan. Es, por lo tanto, muy provechoso leer
los dos juntos, para no perder una gota de su admirable
doctrina. Algunas de las revelaciones sólo se entenderán en los
últimos tiempos, dice el mismo Daniel en 10,14; y esos tiempos
bien pueden ser los que vivimos nosotros. El libro de Daniel se
divide en dos partes principales. La primera (caps. 1-6) se
refiere a acontecimientos relacionados principalmente con el
Profeta y sus compañeros, menos el capítulo segundo que, como
observa Nácar-Colunga, es una visión profética dentro de la
parte histórica. La segunda (caps. 7-12) contiene exclusivamente
visiones proféticas. "Anuncia, en cuatro visiones notables, los
destinos sucesivos de los grandes imperios paganos,
contemplados, sea en ellos mismos, sea en sus relaciones con el
Pueblo de Dios: 1º, las cuatro bestias, que simboliza la
sucesión de las monarquías paganas y el advenimiento del reino
de Dios (cap. 7); 2º, el carnero y el macho cabrío (cap.8); 3º,
las setenta semanas de años (cap.9); 4º, las calamidades que el
pueblo de Jehová deberá sufrir de parte de los paganos hasta su
restablecimiento (caps. 10-12). El orden seguido en cada una de
estas dos partes es el cronológico" (Fillion). Un apéndice de
los dos capítulos (13 y 14) cierra el Libro, que está escrito,
como lo fue el de Esdras, en dos idiomas entremezclados: parte
en hebreo (1, 1-2. 4ª; caps. 8-12) y parte en arameo (2, 4b-7,
28) y cuya traducción por los Setenta ofrece tan notables
divergencias con el texto masorético que ha sido adoptada en su
lugar para la Biblia griega de Teodoción; de la que San Jerónimo
tomó los fragmentos deuterocanónicos (3, 24-90 y los caps.
13-14) para su versión latina. El empleo de dos lenguas se
explica por la diferencia de los temas y los destinatarios. Los
capítulos escritos en arameo, que en aquel tiempo era el idioma
de los principales reinos orientales, se dirigen a éstos (véase
2, 4 y nota), mientras que los escritos en hebreo, que era el
idioma sagrado de los judíos, contienen lo tocante al pueblo
escogido, y en sus últimas consecuencias, a nosotros. Muchos se
preguntan si los sucesos históricos que sirven de marco para las
visiones y profecías, han de tomarse en sentido literal e
histórico, o si se trata de tradiciones legendarias y creaciones
de la fantasía del hagiógrafo, "que bajo forma y apariencia de
relato histórico o de visión profética, nos hubiera transmitido,
inspirado por Dios, sus concepciones sobre la intervención de
Dios en el gobierno de los imperios y el advenimiento de su
Reino" (Prado). San Jerónimo aboga por el sentido literal e
histórico, con algunas reservas respecto a los dos últimos
capítulos, y su ejemplo han seguido, con algunas excepciones,
todos los exégetas católicos, de modo que las dificultades que
se oponen al carácter histórico de los relatos daniélicos, han
de solucionarse en el campo de la historia y de la arqueología
bíblicas, así como muchas de sus profecías iluminan los datos de
la historia profana y se aclaran recíprocamente a la luz de
otros vaticinios de ambos Testamentos. También contra la
autenticidad del libro de Daniel se han levantado voces que
pretenden atribuirlo en su totalidad o al menos en algunos
capítulos, a un autor más reciente. Felizmente existen no pocos
argumentos a favor de la autenticidad, especialmente el
testimonio de Ezequiel, (14, 14 ss.; 28,3), del primer Libro de
los Macabeos (1, 57) y del mismo Jesús quien habla del "profeta
Daniel" (Mat.24,15), citando un pasaje de su libro (Dan.9,27).
Poseemos, además, una referencia en el historiador judío Flavio
Josefo, quien nos dice que el Sumo Sacerdote Jaddua mostró las
profecías de Daniel a Alejandro Magno, lo que significa que este
Libro debe ser anterior a la época del gran conquistador del
siglo IV, es decir, que no puede atribuirse al período de los
Macabeos, como sostiene aquellos críticos. Lo mismo se deduce de
la incorporación del Libro de Daniel en la versión griega de los
Setenta, la cual se hizo en el siglo III o II a.C. No obstante
los problemas históricos planteados en este libro divino, sus
profecías fueron de profunda y amplia influencia,
particularmente durante las persecuciones en el tiempo de los
Macabeos. "En los relatos y en las revelaciones de Daniel,, el
pueblo de Jehová poseía un documento auténtico que le prometía
claramente la liberación final gracias al Mesías" (Fillion). En
ellas encontraron los judíos perseguido por el tirano Antíoco
Epífanes el mejor consuelo y la seguridad de que, como dice el
mismo Fillion, "los reinos paganos, por más poderosos que
fuesen, no conseguirán destruirlo" y que, pasado el tiempo de
los gentiles, vendrá el reino de Dios que el Profeta anuncia en
términos tan magníficos (cf. 2,44; 7,13 ss.; 9,24 ss.). Para
nosotros, los cristianos, no es menor la importancia del Libro
de Daniel, siendo, como es, un libro de consoladora esperanza y
una llave de inapreciable valor para el Apocalipsis de San Juan.
Un estudio detenido y reverente de las profecías de Daniel nos
proporciona no solamente claros conceptos acerca de los
acontecimientos de fin, sino también la fortaleza para
mantenernos fieles hasta el día en que se cumpla nuestra
"bienaventurada esperanza" (Tit. 2,13).
LOS PROFETAS
MENORES
Oseas
Oseas u Osee, profeta de las diez tribus del norte, como su
contemporáneo Amós, vivió en el siglo VIII a. C., mientras
Isaías y Miqueas profetizaban en Judá, es decir, bajo el reinado
del rey Jeroboam II de Israel (783-743) y de los reyes Ocías (Amasías)
(789-738), Joatán (738-736), Acaz (736-721) y Ezequías
(721-693), reyes de Judá. Sus discursos proféticos se dirigen
casi exclusivamente al reino de Israel (Efraím, Samaria),
entonces poderoso y depravado, y sólo de paso a Judá. Son
profecías duras, cargadas de terribles amenazas contra la
idolatría, la desconfianza en El y la corrupción de costumbres y
alternadas, por otra parte, con esplendorosas promesas (cf. 2,
14 ss.) y expresiones del más inefable amor (cf. 2, 23; 11, 8,
etc.). El estilo es sucinto y lacónico, pero muy elocuente y
patético y a la vez riquísimo en imágenes y simbolismos.
La primera parte (cap. 1-3) comprende dos acciones simbólicas
que se refieren a la infidelidad del reino de Israel como esposa
de Yahvé. La segunda (cap. 4-14) es una colección de cinco
vaticinios (caps. 4, 5, 6, 7-12; 12-14) en que se anuncian los
castigos contra el mismo reino y luego la purificación de la
esposa adúltera, en la cual se despierta la esperanza en el
Mesías y su glorioso reinado.
El sepulcro de Oseas se muestra en el monte Nebi Oscha, no lejos
de es-Salt (Transjordania). El Eclesiástico hace de Oseas y de
los otros Profetas Menores este significativo elogio:
"Reverdezcan también en el lugar donde reposan, los huesos de
los doce Profetas; porque ellos consolaron a Jacob, y lo
confortaron con una esperanza cierta" (Ecli. 49, 12).
Joel
De Joel, profeta de Judá e hijo de Fatuel, nada sabemos fuera de
los tres capítulos de profecías que llevan su nombre. El tiempo
de su actividad ha de ser calculado después de separarse de la
casa de David las diez tribus, pero antes del destierro. El
hecho de que solamente se mencionen los sacerdotes, y no los
reyes, hace conjeturar que Joel haya escrito en tiempos del rey
Joás de Judá (836-797) cuando el Sumo Sacerdote Joiadá en nombre
del rey niño manejaba las riendas del gobierno (IV Rey. 11). Una
minoría de exégetas ubican a Joel en el periodo después del
destierro, fundándose especialmente en 3, 6, donde se mencionan
los griegos (cf. Nácar-Colunga). Su anuncio, como dice este
mismo autor, es escatológico, cosa que no debe olvidarse al
interpretarlo.
En el primer discurso profético describe Joel una plaga terrible
de langostas, fenómeno conocido en Judea, como figura del
oprobio de Israel por parte de las naciones. Ello da ocasión al
profeta, en el segundo discurso (2, 18-3, 21), para exhortar a
Israel a la contrición y anunciar el "día del Señor" y el juicio
de las naciones o castigo de los enemigos del pueblo santo, y el
reino mesiánico, siendo especialmente de notar la aplicación que
San Pedro hizo de esta profecía (Hech. 2, 28-31) el día de
Pentecostés, a los carismas traídos por el divino Espíritu.
Amós
Antes de su vocación, Amós fue pastor y labrador que apacentaba
sus ovejas y cultivaba cabrahigos en Tecoa, localidad de la
montaña de Judá, situada a 20 kilómetros al sur de Jerusalén. A
pesar de su pertenencia al reino de Judá, Dios lo llamó al reino
de Israel (cf. 1, 1; 7, 14 s.), para que predicase contra la
corrupción moral y religiosa de aquel país cismático que se
había separado de Judá y el Templo. Alguna vez menciona también
a Judá (2, 4) y a todo el pueblo escogido (9, 11). Amós
desempeñó su cargo en los días de Ocías (Azarías), rey de Judá
(789-738) y Jeroboam II, rey de Israel (783-743).
Desde un principio, el profeta se mostró intrépido defensor de
la Ley de Dios, especialmente en su encarnizada lucha contra el
culto del becerro adorado en Betel. Perseguido por Amasías,
sacerdote de aquel becerro (7, 10), el profeta murió mártir,
según una tradición judía. La Iglesia le conmemora en el
calendario de los santos el 30 de marzo.
Los primeros dos capítulos contienen amenazas contra los pueblos
vecinos, mientras los capítulos 3-6 comprenden profecías contra
el reino de Israel. Los caps. 7-9 presentan cinco visiones
proféticas acerca del juicio de Dios sobre su pueblo y el reino
mesiánico, a cuyas maravillas dedica los últimos versículos,
como lo hacen también Oseas, Joel, Abdías y casi todos los
profetas Mayores y Menores.
Abdías
Son muy escasas las noticias que poseemos sobre Abdías, cuyo
nombre hebreo Obadyah significa siervo de Yahvé. San Jerónimo lo
identifica con aquel Abdías, mayordomo de Acab, que alimentó a
los cien profetas que habían huido del furor de Jezabel (III
Rey. 18, 2 ss.).
Los escrituristas modernos, en su mayoría, no se adhieren a esta
opinión. Sea lo que fuere, el tiempo en que actuó el autor de
esta pequeña pero muy impresionante profecía, debe ser anterior
a los profetas Joel, Amós y Jeremías, los cuales ya la conocían
y la citaban. Lo más probable parece que haya profetizado en
Judá alrededor de 885 a. C., cuando Elías profetizaba en Israel.
Véase v. 12 y nota.
Su único capítulo contiene dos visiones. La primera se refiere a
los idumeos (edomitas), un pueblo típicamente irreligioso y
enemigo hereditario de los judíos y que se unía siempre a sus
perseguidores. "Pero el día del Señor se aproxima; Dios se
vengará a Sí mismo y vengará a Israel, contra los idumeos y
contra todas las naciones gentiles. Los israelitas, al
contrario, serán bendecidos; se apoderarán del territorio de sus
opresores, y luego Jehovah reinará gloriosamente y para siempre
en Sión" (Fillion). A esta restauración de Israel y reino
mesiánico se refiere la segunda parte de la profecía.
Jonás
Son muy escasas las noticias que poseemos sobre Abdías, cuyo
nombre hebreo Obadyah significa siervo de Yahvé. San Jerónimo lo
identifica con aquel Abdías, mayordomo de Acab, que alimentó a
los cien profetas que habían huido del furor de Jezabel (III
Rey. 18, 2 ss.).
Los escrituristas modernos, en su mayoría, no se adhieren a esta
opinión. Sea lo que fuere, el tiempo en que actuó el autor de
esta pequeña pero muy impresionante profecía, debe ser anterior
a los profetas Joel, Amós y Jeremías, los cuales ya la conocían
y la citaban. Lo más probable parece que haya profetizado en
Judá alrededor de 885 a. C., cuando Elías profetizaba en Israel.
Véase v. 12 y nota.
Su único capítulo contiene dos visiones. La primera se refiere a
los idumeos (edomitas), un pueblo típicamente irreligioso y
enemigo hereditario de los judíos y que se unía siempre a sus
perseguidores. "Pero el día del Señor se aproxima; Dios se
vengará a Sí mismo y vengará a Israel, contra los idumeos y
contra todas las naciones gentiles. Los israelitas, al
contrario, serán bendecidos; se apoderarán del territorio de sus
opresores, y luego Jehovah reinará gloriosamente y para siempre
en Sión" (Fillion). A esta restauración de Israel y reino
mesiánico se refiere la segunda parte de la profecía.
Miqueas
No hay motivo para dudar que Jonás es el mismo profeta hijo de
Amati o Amitai (cf. 1, 1) que en tiempo de Jeroboam II (783-743
a. C.) predijo una victoria sobre los asirios (IV Rey. 14, 25).
La tradición judía cree que fue también el que ungió al rey Jehú
por encargo del profeta Eliseo (IV Rey. 9, 1 ss.).
Los cuatro capítulos del Libro no son profecía propiamente
dicha, sino más bien relato -probablemente escrito por el mismo
Jonás, aunque habla en tercera persona- de un viaje del profeta
a Nínive y de las dramáticas aventuras que le ocurrieron con
motivo de aquella misión. Sin embargo, tomados en conjunto,
revisten carácter profético, como lo atestigua el mismo
Jesucristo en Mt. 12, 40, estableciendo al mismo tiempo la
historicidad de Jonás, que algunos han querido mirar como simple
parábola (cf. 2, 1 y nota). San Jerónimo, empleando un juego de
palabras, dice que "Jonás, la hermosa paloma (yoná significa en
hebreo paloma), fue en su naufragio figura profética de la
muerte de Jesucristo. El movió a penitencia al mundo pagano de
Nínive y le anunció la salud venidera".
La nota característica de esta emocionante historia consiste en
la concepción universalista del reino de Dios y en la
anticipación del Evangelio de la misericordia del Padre
Celestial, "que es bueno con los desagradecidos y malos" (Lc. 6,
35). El caso de Jonás encierra así un vivo reproche, tanto para
los que consideran el reino de Dios como una cosa reservada para
ellos solos, cuanto para los que se escandalizan de que la
divina bondad supere a lo que el hombre es capaz de concebir.
En cuanto a la personalidad de Jonás, para formarse de ella un
concepto exacto ha de tenerse presente que Dios no se propone
aquí ofrecernos un ejemplo de vida santa, ni de celo en la
predicación, ni de sabiduría, como en Jeremías, Ezequiel o
Daniel, sino, a la inversa, mostrarnos la lección de sus yerros.
La labor profética de Jonás en este Libro, se limita a un
versículo (3, 4), donde anuncia y repite escuetamente que Nínive
será destruida, sin exponer doctrina, ni formular siquiera un
llamado a la conversión. Y en cuanto a la actuación y conducta
personal del profeta, vemos que empieza con una desobediencia
(1, 3) y que, no obstante la gran prueba que sufre y de la cual
Dios lo salva (cap. 2), termina con dos distintos accesos de ira
(4, 4 y 8), uno por falta de misericordia hacia los pecadores
(cf. 2, 9 y nota) y el otro por falta de resignación. Lejos,
pues, de proponérnoslo Dios como tipo de imitación, la enseñanza
del Libro consiste, al contrario, en descubrirnos al desnudo las
debilidades del profeta; lo cual es ciertamente un espejo
precioso para que aprendamos a reconocer que las miserias
nuestras no son menores que las de Jonás, y lo imitemos, eso sí,
en la rectitud con que se declara culpable (1, 12) y en la
confianza que manifiesta su hermosa plegaria del cap. 2.
La imagen de Jonás se usaba ya en las catacumbas como figura de
Cristo, que fue "muerto y sepultado y al tercer día resucitó de
entre los muertos", y cuya resurrección es prenda de la nuestra.
Jonás es también tipo de nuestro Salvador en cuanto Enviado que
desde Israel trajo la salvación a los gentiles (Lc. 2, 32) y
representa de este modo la vocación apostólica del pueblo de
Dios.
Nahúm
Nahum vivió en el siglo VII a. C.; según la tradición judía,
bajo el rey Manasés (693-639), o quizá Josías (638-608), y
profetizó contra Nínive, capital del reino de los asirios. Fuera
de este oráculo no poseemos nada de su actividad profética, la
cual está colocada entre la de Isaías, de quien cita varios
pasajes (cf. 1, 4 = Is. 33, 9; 1, 15 = Is. 52, 7; 3, 5 = Is. 47,
3 y 9); y la de Jeremías que, a la inversa cita a nuestro
profeta (cf. 1, 13 = Jer. 30, 8; 3, 5, 13, 17 y 19 = Jer. 13, 12
ss.; 50, 37; 51, 30, etc.).
Lo único que acerca de la vida de Nahum indica la Sagrada
Escritura (Nah. 1, 1) es el lugar de su nacimiento, pues lo
llama elceseo (1, 1), es decir, de Elkosch, situada, según unos,
en Galilea, según otros en Judea, y cuyas ruinas se veían allí
todavía en tiempos de San Jerónimo. Menos fundada es la opinión
de que naciera en Alkosch, situada cerca de Mosul, donde los
nestorianos veneran su sepulcro.
Como Abdías se consagró esencialmente a anunciar la ruina de los
idumeos, hijos de Esaú y enemigos envidiosos de Israel, aunque
hermanos suyos según la carne, así el fin de la profecía de
Nahum es prevenir a sus lectores contra la poderosa capital
asiria, y darles la seguridad de que será destruida la que un
día pareció realizar la hazaña -única entre los pueblos
gentiles- de convertirse al Dios de Israel (cf. Jonás 3) para
caer luego en la apostasía y ser su más terrible enemiga (1, 11
y nota). En tal sentido las profecías de Nahum y Jonás son
correlativas, y cada una releva la gran importancia de la otra
en el plan divino. En tiempo de Nahum, Nínive había ya llevado
cautivos a las diez tribus del norte (Israel) en 721, y
amenazaba orgullosamente a Jerusalén bajo Senaquerib (IV Rey.
18, 15 s.), a cuya invasión de Judea, milagrosamente frustrada
por un ángel (cf. Is. 36-37), parecería aludir Nahum en 1, 12 s.
Habacuc
El libro de Habacuc no da detalles sobre la vida del profeta.
Nada sabemos de su vida salvo el retrato psicológico que él
mismo nos pinta en los tres capítulos de su Libro. Habacuc se
muestra dominado por ciertas dudas respecto al porvenir de su
pueblo y al reino de Dios, mas su confianza y su fe son mayores
aún. El es el justo "que vive de la fe" según esta profundísima
sentencia que él nos dejó y que S. Pablo cita tres veces. Cf. 2,
4 y los últimos versículos del capítulo 3.
Habacuc profetizó antes de la invasión de Judá por los caldeos
(605) puesto que tal calamidad es objeto de su vaticinio,
después de la cual Habacuc predice la ruina de Babilonia, como
predijo Nahum la de Nínive, ambos crueles enemigos del pueblo y
del reino de Dios. La identidad de su persona con aquel Habacuc
que se menciona en el libro de Daniel (Dan. 14, 32), no es
probable por razones cronológicas, pues este último aparece unos
cien años después.
El Libro comienza con un diálogo entre Dios y el profeta sobre
el castigo de Judá, dirígese luego contra los babilonios y
termina con un magnífico y célebre cántico (cap. 3), que ha sido
recogido en varias partes por la Liturgia y que por la riqueza
de su estilo denota, como Miqueas y Joel, la edad de oro de la
lengua hebrea. En él, Habacuc, que es el profeta de la fe,
expresa la segura esperanza en la salvación que viene de Dios y
la destrucción de los enemigos de su pueblo.
Sofonías
Sofonías, contemporáneo de Habacuc, descendiente directo, según
parece decirlo él mismo, del santo rey Ezequías (cf. 1, 1),
profetizó durante el reinado de Josías (638-608), probablemente
antes o en el curso de la reforma del culto que llevó a cabo
este otro santo rey.
El profeta se dirige contra la idolatría y la injusticia
reinantes en Judá, no obstante el aparente despertar de la
piedad traída por aquella reforma, y anuncia, como Habacuc, la
próxima desolación del país por los enemigos. Luego vaticina
contra los pueblos paganos, en primer lugar los filisteos y
asirios, y termina, como casi todos los profetas, prediciendo la
salud mesiánica con palabras que denotan un asombroso amor de
Dios por Israel.
La Iglesia
celebra la memoria de Sofonías (el 3 de diciembre) como lo hace
con los demás profetas y grandes santos del Antiguo Testamento.
Así los llama Croisset, quien presenta, por ejemplo, sólo en el
Santoral de julio: el día 1o. a Aarón, el 4 a Oseas y Ageo, el 6
a Isaías, el 13 a Joel y Esdras, el 20 a Elías (a quien los
Carmelitas dedican como a Patriarca oficio de primera clase con
octava por concesión de Gregorio XIII y Sixto V), el 21 a
Daniel, etc. Sin embargo, ninguno de ellos, fuera de Elías y los
Macabeos (1o. de agosto) tiene misa.
Ageo
Con Ageo (en hebreo Haggai) empieza el periodo postexílico de la
profecía de Israel, en el cual le acompañará Zacarías y le
sucederá, casi un siglo más tarde, Malaquías. Como muchos otros
de los profetas menores, Ageo no es conocido más que por algunas
pocas noticias. Sus cuatro discursos se refieren todos al
segundo año de Darío I (520 a. C.), y fueron pronunciados en
menos de cuatro meses (cf. 1, 1; 2, 11 y 21).
Su nombre como el de Zacarías se menciona en Esdr. 5, 1 y 6, 14,
y allí vemos, como en los profetas anteriores, el ambiente
decaído de los "restos" de Israel vueltos de Babilonia (tribus
de Judá y Benjamín), que estos enviados de Dios trataron de
levantar en aquel periodo, y que tan lejos estaba de la
restauración soñada según los vaticinios de los profetas. En el
orden político Israel estaba sometido a la tiranía extranjera;
en el religioso y moral, reinaba la horrible decadencia que
Malaquías enrostra a sacerdotes y pueblo, al que el mismo Ageo
condena por su impureza (2, 10 ss.) y por su indiferencia en
construir el nuevo Templo (1, 4 ss.), que debería haber sido el
objeto de todas sus ansias, según las esplendorosas promesas del
profeta Ezequiel (cf. Ez. 40, 1 ss.). Epoca "penosa y aún
dolorosa, porque la teocracia hallaba, de parte de los hombres,
muchos obstáculos para salir de sus ruinas, y el desaliento se
había apoderado de los judíos, también del punto de vista
religioso" (Fillion). Véase Esdr. 1, 2 y nota.
En el primer discurso (1, 2-2, 1), Ageo exhorta a los judíos,
remisos en reanudar la reconstrucción del Templo; en el segundo
(2, 2-10) consuela a los que habían visto la gloria y
magnificencia del Templo salomónico; en el tercero (2, 11-20),
anuncia la bendición de Dios y la futura gloria del Templo; en
el cuarto (2, 21-24), se dirige a Zorobabel prometiéndole
recompensa divina y fortaleciéndole con la promesa del reino
mesiánico futuro, "con lo cual se ve una vez más que esta
restauración precaria de aquellas pocas tribus, que tanto había
de sufrir aún en tiempos de los Macabeos, y caer luego en el
deicidio y la total dispersión, no era sino figura de aquella
otra que constituía la esperanza de Israel". Véase Sof. 3, 20 y
nota.
Zacarías
El nombre de Zacarías, común a más de veinte personajes del
Antiguo Testamento, tiene en hebreo el hermoso significado de
"Dios se acuerda", o "el recordado de Dios", es decir que su
sola enunciación significaba un acto de fe en el Dios vivo.
Zacarías, hijo de Baraquías, y nieto de Iddó (Esdr. 5, 1 y 6, 14
le llama hijo de éste en sentido lato), comenzó a profetizar en
el mismo año que Ageo (520 a. C.). No parece, pues, ser, como
muchos creyeron, el mismo sacerdote Zacarías que Jesús cita en
Mt. 23, 35, y Lc. 11, 51, pues se considera que éste fue
asesinado unos 330 años antes, por orden del rey Joás (II Par.
24, 21), y que era hijo de Joiadá, siendo este nombre, según San
Jerónimo, un apodo de Baraquías. La actividad profética de
Zacarías abarca dos años (520-518). Según otros, algo más.
Mientras Ageo exhorta al pueblo principalmente a la restauración
del Templo, Zacarías, con su autoridad de profeta y de sacerdote
de la tribu de Leví (Neh. 12, 16), y con un celo que se alaba en
Esdr. 6, 14, "tomando como punto de partida el estado de
aflicción en que se hallaba entonces Jerusalén... anima,
consuela, exhorta, mostrando el porvenir brillante reservado a
Israel y las bendiciones abundantes que se unirán a la
restauración del Santuario de Jehovah" (Fillion), para lo cual
expone ante todo ocho visiones (caps. 1-6). Los caps. 7-8 que
forman la respuesta a una consulta, contienen enseñanzas
espirituales y son, como Is. 37-39, un nexo entre la primera y
la última parte de la profecía. En los restantes caps. (9-14),
cuya magnificencia es parecida a la de Isaías, el profeta
vaticina el reino mesiánico, que es el fin y objeto principal de
sus profecías, y muestra a Cristo en sus dos venidas: rechazado
y doliente en la primera, triunfante y glorioso en la segunda.
Véase y compárese Zac. 9, 9 (el Mesías montado en un asnillo:
cf. Mt. 21, 5); 11, 12 s. (traicionado y vendido: cf. Mt. 27,
9); 12, 10 ss. (traspasado por la lanza: cf. Juan 19, 37); 13, 7
(abandonado por los suyos: cf. Mt. 26, 31).
La crítica racionalista niega la unidad de este Libro,
atribuyendo la última parte (9-14) a otro escritor anterior al
cautiverio de Babilonia. A esto se opone la tradición constante
de la Sinagoga y de la Iglesia, demostrando principalmente, no
sólo que no existe prueba alguna de ello, sino también que la
vuelta de la cautividad es presentada en ambas partes de
Zacarías, como imagen de la felicidad futura prometida a Israel,
y descrita de la misma manera. Véase en Vigouroux, Cornely,
Knabenbauer, etc., los paralelismos importantes entre textos de
Zacarías y los profetas Jeremías, Ezequiel, Sofonías, etc., que
muestran que aquél se sirvió de ellos y no pudo por tanto ser
anterior a la toma de Jerusalén por Nabucodonosor. Esos textos,
que fueron admitidos como argumento decisivo por un crítico
racionalista como de Wette, haciéndole cambiar de opinión sobre
la autenticidad del final de Zacarías, son los siguientes: 9, 2
y Ez. 28, 4; 9, 3 y III Rey. 10, 27; 9, 5 y Sof. 2, 3; 10, 3 y
Ez. 34, 17; 11, 4 y Ez. 34, 4; 11, 3 y Jer. 12, 5; 13, 8 s. y Ez.
5, 12; 14, 8 y Ez. 47, 1-12; 14, 10 s. y Jer. 31, 38-40; 14, 20
s. y Ez. 43, 12 y 44, 9.
Malaquías
Malaquías significa "Mensajero mío" (cf. 3, 1 y nota), o "Angel
del Señor" (así lo llama la versión griega), y de ahí que
Clemente Alejandrino, Orígenes y otros Padres, a falta de datos
sobre la persona del profeta, lo tomasen por un ser celestial.
Mas tal opinión no se funda en argumento real alguno; tampoco lo
admiten los exégetas modernos. El Targum de Jonatán dice en
cambio que Malaquías era simplemente un nombre adoptado por el
mismo Esdras para escribir la profecía.
La serie de los profetas menores se cierra con Malaquías, que
vivió en tiempos de Esdras y Nehemías, casi un siglo después de
los profetas Ageo y Zacarías, cuando el Templo estaba ya
reedificado y se había reanudado el culto. Malaquías sólo será
sucedido, cuatro siglos más tarde, por el Precursor, a quien él
mismo anuncia (como también la vuelta de Elías: cf. 3, 1 y 4, 5
s.), y a quien Jesús había de caracterizar como el último y
mayor profeta del Antiguo Testamento, al decir: "La Ley y los
profetas llegan hasta Juan" (Lc. 16, 16).
Después de recordar, como una sentencia que agrava la culpa de
Israel, cuánto fue el amor de Dios por su pueblo, Malaquías
lucha contra los mismos abusos contra los cuales se dirigen los
libros de Esdras y Nehemías, es decir, la corrupción de las
tribus vueltas de Babilonia. "El estado moral de los judíos en
Palestina se hallaba entonces bien lejos de ser perfecto. Una
profunda depresión se había producido a este respecto desde los
días mejores en que Ageo y Zacarías promulgaban sus oráculos.
Malaquías nos muestra a la nación teocrática descontenta de su
Dios porque tardaban mucho, según ella, en realizarse las
promesas de los profetas anteriores" (Fillion).
Empieza tratando de los sacerdotes y del culto, por lo cual
reprende a los ministros del Señor que se han olvidado del
carácter sagrado de su cargo (1, 6-2, 9). Predica luego contra
la corrupción de las costumbres en el pueblo (2, 10-3, 18), los
matrimonios mixtos y los frecuentes divorcios, y exhorta a pagar
escrupulosamente los diezmos.
Al final anuncia el profeta la segunda venida de Elías como
precursor del gran día del Señor, juntamente con predicciones
mesiánicas muy importantes. Cf. 3, 1; 4, 5-6.
Con Oseas comienza la serie de los doce Profetas Menores.
Llámanse Menores no porque fuesen profetas de una categoría
menor, sino por la escasa extensión de sus profecías, con
relación a los Profetas Mayores.
CAPITULO VI
NUEVO TESTAMENTO
LOS SANTOS
EVANGELIOS
Introducción a los Santos Evangelios
La
Iglesia Católica
reconoce dos fuentes de doctrina revelada: la Biblia y la
Tradición. Al presentar aquí en parte una de esas fuentes, hemos
procurado, en efecto, que el comentario no sólo ponga cada
pasaje en relación con la Biblia misma —mostrando que ella es un
mundo de armonía sobrenatural entre sus más diversas partes—,
sino también brinde al lector, junto a la cosecha de autorizados
estudiosos modernos, el contenido de esa tradición en documentos
pontificios, sentencias y opiniones tomadas de la Patrística e
ilustraciones de la Liturgia, que muestran la aplicación y
trascendencia que en ella han tenido y tienen muchos textos de
la Revelación.
El grande y casi diría insospechado interés que esto despierta
en las almas, está explicado en las palabras con que el Cardenal
Arzobispo de Viena prologa una edición de los Salmos semejante a
ésta en sus propósitos, señalando "en los círculos del laicado,
y aun entre los jóvenes, un deseo de conocer la fe en su fuente
y de vivir de la fuerza de esta fuente por el contacto directo
con ella". Por eso, añade, "se ha creado un interés vital por la
Sagrada Escritura, ante todo por el Nuevo Testamento, pero
también por el Antiguo, y el movimiento bíblico católico se ha
hecho como un río incontenible".
Es que, como ha dicho Pío XII, Dios no es una verdad que haya de
encerrarse en el templo, sino la verdad que debe iluminarnos y
servirnos de guía en todas las circunstancias de la vida. No
ciertamente para ponerlo al servicio de lo material y terreno,
como si Cristo fuese un pensador a la manera de los otros,
venido para ocuparse de cosas temporales o dar normas de
prosperidad mundana, sino, precisamente al revés, para no perder
de vista lo sobrenatural en medio de "este siglo malo" (Gál., 1,
4); lo cual no le impide por cierto al Padre dar por añadidura
cuantas prosperidades nos convengan, sea en el orden individual
o en el colectivo, a los que antes que eso busquen vida eterna.
Un escritor francés refiere en forma impresionante la lucha que
en su infancia conmovía su espíritu cada vez que veía el libro
titulado Santa Biblia y recordaba las prevenciones que se le
habían hecho acerca de la lectura de ese libro, ora por difícil
e impenetrable, ora por peligroso o heterodoxo. "Yo recuerdo,
dice, ese drama espiritual contradictorio de quien, al ver una
cosa santa, siente que debe buscarla, y por otra parte abriga un
temor indefinido y misterioso de algún mal espíritu escondido
allí... Era para mí como si ese libro hubiera sido escrito a un
tiempo por el diablo y por Dios. Y aunque esa impresión infantil
—que veo es general en casos como el mío— se producía en la
subconsciencia, ha sido tan intensa mi desolante duda, que sólo
en la madurez de mi vida un largo contacto con la Palabra de
Dios ha podido destruir este monstruoso escándalo que produce el
sembrar en la niñez el miedo de nuestro Padre celestial y de su
Palabra vivificante".
La meditación, sin palabras de Dios que le den sustancia
sobrenatural, se convierte en simple reflexión —autocrítica en
que el juez es tan falible como el reo— cuando no termina por
derivarse al terreno de la imaginación, cayendo en pura
cavilación o devaneo. María guardaba las Palabras repasándolas
en su corazón (Lc., 2, 19 y 51): he aquí la mejor definición de
lo que es meditar. Y entonces, lejos de ser una divagación
propia, es un estudio, una noción, una contemplación que nos une
a Dios por su Palabra, que es el Verbo, que es Jesús mismo, la
Sabiduría con la cual nos vienen todos los bienes (Sab., 7, 11).
Quien esto hace, pasa con la Biblia las horas más felices e
intensas de su vida. Entonces entiende cómo puede hablarse de
meditar día y noche (Salmo, 1, 2) y de orar siempre (Lc., 18,
1), sin cesar (1 Tes., 5, 17); porque en cuanto él permanece en
la Palabra, las palabras de Dios comienzan a permanecer en él
—que es lo que Jesús quiere para darnos cuanto le pidamos (Juan,
15, 7) y para que conquistemos la libertad del espíritu (Juan,
8, 31)— y no permanecer de cualquier modo, sino con opulencia,
según la bella expresión de San Pablo (Col. , 3, 16). Así van
esas palabras vivientes (I Pedro, 1, 23, texto griego) formando
el substrato de nuestra personalidad, de modo tal que, a fuerza
de admirarlas cada día más, concluimos por no saber pensar sin
ellas y encontramos harto pobres las verdades relativas —si es
que no son mentiras humanas que se disfrazan de verdad y virtud,
como los sepulcros blanqueados (Mt., 23, 27)-. Entonces, así
como hay una aristocracia del pensamiento y del arte en el
hombre de formación clásica, habituado a lo superior en lo
intelectual o estético, así también en lo espiritual se forma el
gusto de lo auténticamente sobrenatural y divino, como lo
muestra Santa Teresa de Lisieux al confesar que cuando descubrió
el Evangelio, los demás libros ya no le decían nada. ¿No es
éste, acaso, uno de los privilegios que promete Jesús en el
texto antes citado, diciendo que la verdad nos hará libres? Se
ha recordado recientemente la frase del Cardenal Mercier, antes
lector insaciable: "No soporto otra lectura que los Evangelios y
las Epístolas".
Y aquí, para entrar de lleno a comprender la importancia de
conocer el Nuevo Testamento, tenemos que empezar por hacernos a
nosotros mismos una confesión muy íntima: a todos nos parece
raro Jesús. Nunca hemos llegado a confesarnos esto, porque, por
un cierto temor instintivo, no nos hemos atrevido siquiera a
plantearnos semejante cuestión. Pero Él mismo nos anima a
hacerlo cuando dice: "Dichoso el que no se escandalizare de Mí"
(Mt., 11, 6; Lc., 7, 23), con lo cual se anticipa a declarar
que, habiendo sido Él anunciado como piedra de escándalo (Is.,
8, 14 y 28, 16; Rom. 9, 33; Mt., 21, 42-44), lo natural en
nosotros, hombres caídos, es escandalizarnos de Él como lo
hicieron sus discípulos todos, según Él lo había anunciado (Mt.,
26, 31 y 56). Entrados, pues, en este cómodo terreno de íntima
desnudez —podríamos decir de psicoanálisis sobrenatural— en la
presencia "del Padre que ve en lo secreto" (Mt. 6, 6), podemos
aclararnos a nosotros mismos ese punto tan importante para
nuestro interés, con la alegría nueva de saber que Jesús no se
sorprende ni se incomoda de que lo encontremos raro, pues Él
sabe bien lo que hay dentro de cada hombre (Juan, 2, 24-25). Lo
sorprendente sería que no lo hallásemos raro, y podemos afirmar
que nadie se libra de comenzar por esa impresión, pues, como
antes decíamos, San Pablo nos revela que ningún hombre
simplemente natural ("psíquico", dice él) percibe las cosas que
son del Espíritu de Dios (I Cor., 2, 14). Para esto es necesario
"nacer de nuevo", es decir, "renacer de lo alto", y tal es la
obra que hace en nosotros —no en los más sabios sino al
contrario en los más pequeños (Lc., 10, 21)— el Espíritu,
mediante el cual podemos "escrutar hasta las profundidades de
Dios" (I Cor., 2, 10).
Jesús nos parece raro y paradójico en muchísimos pasajes del
Evangelio, empezando por el que acabamos de citar sobre la
comprensión que tienen los pequeños más que los sabios. Él dice
también que la parte de Marta, que se movía mucho, vale menos
que la de María que estaba sentada escuchándolo; que ama menos
aquel a quien menos hay que perdonarle (Lc., 7, 47); que (quizá
por esto) al obrero de la última hora se le pagó antes que al de
la primera (Mt., 20, 8); y, en fin, para no ser prolijo,
recordemos que Él proclama de un modo general que lo que es
altamente estimado entre los hombres es despreciable a los ojos
de Dios (Lc., 16, 15).
Esta impresión nuestra sobre Jesús es harto explicable. No
porque Él sea raro en sí, sino porque lo somos nosotros a causa
de nuestra naturaleza degenerada por la caída original. Él
pertenece a una normalidad, a una realidad absoluta, que es la
única normal, pero que a nosotros nos parece todo lo contrario
porque, como vimos en el recordado texto de San Pablo, no
podemos comprenderlo naturalmente. "Yo soy de arriba y vosotros
sois de abajo", dice el mismo Jesús (Juan, 8, 23), y nos pasa lo
que a los nictálopes que, como el murciélago, ven en la
oscuridad y se ciegan en la luz.
Hecha así esta palmaria confesión, todo se aclara y facilita.
Porque entonces reconocemos sin esfuerzo que el conocimiento que
teníamos de Jesús no era vivido, propio, íntimo, sino de oídas y
a través de libros o definiciones más o menos generales y
sintéticas, más o menos ersatz; no era ese conocimiento personal
que sólo resulta de una relación directa. Y es evidente que
nadie se enamora ni cobra amistad o afecto a otro por lo que le
digan de él, sino cuando lo ha tratado personalmente, es decir,
cuando lo ha oído hablar. El mismo Evangelio se encarga de
hacernos notar esto en forma llamativa en el episodio de la
Samaritana. Cuando la mujer, iluminada por Jesús, fue a contar
que había hallado a un hombre extraordinario, los de aquel
pueblo acudieron a escuchar a Jesús y le rogaron que se quedase
con ellos. Y una vez que hubieron oído sus palabras durante dos
días, ellos dijeron a la mujer: "Ya no creemos a causa de tus
palabras: nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que Él es
verdaderamente el Salvador del mundo" (Juan, 4, 42).
¿Podría expresarse con mayor elocuencia que lo hace aquí el
mismo Libro divino, lo que significa escuchar las Palabras de
Jesús para darnos el conocimiento directo de su adorable Persona
y descubrirnos ese sello de verdad inconfundible (Juan, 3, 19;
17, 17) que arrebata a todo el que lo escucha sin hipocresía,
como Él mismo lo dice en Juan, 7, 17?
El que así empiece a estudiar a Jesús en el Evangelio, dejará
cada vez más de encontrarlo raro. Entonces experimentará, no sin
sorpresa grande y creciente, lo que es creer en Él con fe viva,
como aquellos samaritanos. Entonces querrá conocerlo más y mejor
y buscará los demás Libros del Nuevo Testamento y los Salmos y
los Profetas y la Biblia entera, para ver cómo en toda ella el
Espíritu Santo nos lleva y nos hace admirar a Jesucristo como
Maestro y Salvador, enviado del Padre y Centro de las divinas
Escrituras, en Quien habrán de unirse todos los misterios
revelados (Juan 12, 32) y todo lo creado en el cielo y en la
tierra (Ef., 1, 10). Es, como vemos, cuestión de hacer un
descubrimiento propio. Un fenómeno de experiencia y de
admiración. Todos cuantos han hecho ese descubrimiento, como
dice Dom Galliard, declaran que tal fue el más dichoso y grande
de sus pasos en la vida. Dichosos también los que podamos, como
la Samaritana, contribuir por el favor de Dios a que nuestros
hermanos reciban tan incomparable bien.
El amor lee entre líneas. Imaginemos que un extraño vio en una
carta ajena este párrafo: "Cuida tu salud, porque si no, voy a
castigarte". El extraño puso los ojos en la idea de este castigo
y halló dura la carta. Mas vino luego el destinatario de ella,
que era el hijo a quien su padre le escribía, y al leer esa
amenaza de castigarle si no se cuidaba, se puso a llorar de
ternura viendo que el alma de aquella carta no era la amenaza
sino el amor siempre despierto que le tenía su padre, pues si le
hubiera sido indiferente no tendría ese deseo apasionado de que
estuviera bien de salud.
Nuestras notas y comentarios, después de dar la exégesis
necesaria para la inteligencia de los pasajes en el cuadro
general de la Escritura —como hizo Felipe con el ministro de la
reina pagana (Hech., 8, 30 s. y nota)— se proponen ayudar a que
descubramos (usando la visión de aquel hijo que se sabe amado y
no la desconfianza del extraño) los esplendores del espíritu que
a veces están como tesoros escondidos en la letra. San Pablo, el
más completo ejemplar en esa tarea apostólica, decía, confiando
en el fruto, estas palabras que todo apóstol ha de hacer suyas:
"Tal confianza para con Dios la tenemos en Cristo; no porque
seamos capaces por nosotros mismos... sino que nuestra capacidad
viene de Dios..., pues la letra mata, mas el espíritu da vida"
(II Cor., 3, 4-6).
La bondad del divino Padre nos ha mostrado por experiencia a
muchas almas que así se han acercado a Él mediante la miel
escondida en su Palabra y que, adquiriendo la inteligencia de la
Biblia, han gustado el sabor de la Sabiduría que es Jesús (Sab.,
7, 26; Prov., 8, 22; Ecli., 1, 1), y hallan cada día tesoros de
paz, de felicidad y de consuelo en este monumento —el único
eterno (Salmo 118, 89)— de un amor compasivo e infinito (cf.
Salmo 102, 13; Ef., 2, 4 y notas).
Para ello sólo se pide atención, pues claro está que el que no
lee no puede saber. Como cebo para esta curiosidad perseverante,
se nos brindan aquí todos los misterios del tiempo y de la
eternidad. ¿Hay algún libro mágico que pretenda lo mismo?
Sólo quedarán excluidos de este banquete los que fuesen tan
sabios que no necesitasen aprender; tan buenos, que no
necesitasen mejorarse; tan fuertes, que no necesitasen
protección. Por eso los fariseos se apartaron de Cristo, que
buscaba a los pecadores. ¿Cómo iban ellos a contarse entre las
"ovejas perdidas"? Por eso el Padre resolvió descubrir a los
insignificantes esos misterios que los importantes —así se
creían ellos— no quisieron aprender (Mt. 11, 25). Y así llenó de
bienes a los hambrientos de luz y dejó vacíos a aquellos "ricos"
(Lc. 1, 53). Por eso se llamó a los lisiados al banquete que los
normales habían desairado (Lc., 14, 15-24). Y la Sabiduría,
desde lo alto de su torre, mandó su pregón diciendo: "El que sea
pequeño que venga a Mí". Y a los que no tienen juicio les dijo:
"Venid a comer de mi pan y a beber el vino que os tengo
preparado" (Prov., 9, 3-5).
Dios es así; ama con predilección fortísima a los que son
pequeños, humildes, víctimas de la injusticia, como fue Jesús: y
entonces se explica que a éstos, que perdonan sin vengarse y
aman a los enemigos, Él les perdone todo y los haga
privilegiados. Dios es así; inútil tratar de que Él se ajuste a
los conceptos y normas que nos hemos formado, aunque nos
parezcan lógicos, porque en el orden sobrenatural Él no admite
que nadie sepa nada si no lo ha enseñado Él (Juan, 6, 45; Hebr.,
1, 1 s.). Dios es así; y por eso el mensaje que Él nos manda por
su Hijo Jesucristo en el Evangelio nos parece paradójico. Pero
Él es así; y hay que tomarlo como es, o buscarse otro Dios, pero
no creer que Él va a modificarse según nuestro modo de juzgar.
De ahí que, como le decía San Agustín a San Jerónimo, la actitud
de un hombre recto está en creerle a Dios por su sola Palabra, y
no creer a hombre alguno sin averiguarlo. Porque los hombres,
como dice Hello, hablan siempre por interés o teniendo presente
alguna conveniencia o prudencia humana que los hace medir el
efecto que sus palabras han de producir; en tanto que Dios,
habla para enseñar la verdad desnuda, purísima, santa, sin
desviarse un ápice por consideración alguna. Recuérdese que así
hablaba Jesús, y por eso lo condenaron, según lo dijo Él mismo.
(Véase Juan 8, 37, 38, 40, 43, 45, 46 y 47; Mt., 7, 29, etc.).
"Me atrevería a apostar —dice un místico— que cuando Dios nos
muestre sin velo todos los misterios de las divinas Escrituras,
descubriremos que si había palabras que no habíamos entendido
era simplemente porque no fuimos capaces de creer sin dudar en
el amor sin límites que Dios nos tiene y de sacar las
consecuencias que de ellos se deducían, como lo habría hecho un
niño".
Vengamos, pues, a buscarlo en este mágico "receptor" divino
donde, para escuchar su voz, no tenemos más que abrir como llave
del dial la tapa del Libro eterno. Y digámosle luego, como le
decía un alma creyente: "¡Maravilloso campeón de los pobres
afligidos y más maravilloso campeón de los pobres en el
espíritu, de los que no tenemos virtudes, de los que sabemos la
corrupción de nuestra naturaleza y vivimos sintiendo nuestra
incapacidad, temblando ante la idea de tener que entrar, como
agrada a los fariseos que Tú nos denunciaste, en el "viscoso
terreno de los méritos propios"! Tú, que viniste para pecadores
y no para justos, para enfermos y no para sanos, no tienes asco
de mi debilidad, de mi impotencia, de mi incapacidad para
hacerte promesas que luego no sabría cumplir, y te contentas con
que yo te dé en esa forma el corazón, reconociendo que soy la
nada y Tú eres el todo, creyendo y confiando en tu amor y en tu
bondad hacia mí, y entregándome a escucharte y a seguirte en el
camino de las alabanzas al Padre y del sincero amor a mis
hermanos, perdonándolos y sirviéndolos como Tú me perdonas y me
sirves a mí, ¡oh, Amor santísimo!".
Otra de las cosas que llaman la atención al que no está
familiarizado con el Nuevo Testamento es la notable frecuencia
con que, tanto los Evangelios como las Epístolas y el
Apocalipsis, hablan de la Parusía o segunda venida del Señor,
ese acontecimiento final y definitivo, que puede llegar en
cualquier momento, y que "vendrá como un ladrón", más de
improviso que la propia muerte (1 Tes., 5), presentándolo como
una fuerza extraordinaria para mantenernos con la mirada vuelta
hacia lo sobrenatural, tanto por el saludable temor con que
hemos de vigilar nuestra conducta en todo instante, ante la
eventual sorpresa de ver llegar al supremo Juez (Marc., 13, 33
ss.; Lc., 12, 35 ss.), cuanto por la amorosa esperanza de ver a
Aquel que nos amó y se entregó por nosotros (Gál., 2, 20); que
traerá con Él su galardón (Apoc. , 22, 12); que nos transformará
a semejanza de Él mismo (Filip., 3, 20 s.) Y nos llamará a su
encuentro en los aires (1 Tes., 4, 16 s.) y cuya glorificación
quedará consumada a la vista de todos los hombres (Mt., 26, 64;
Apoc. 1, 7), junto con la nuestra (Col., 3, 4). ¿Por qué tanta
insistencia en ese tema que hoy casi hemos olvidado? Es que San
Juan nos dice que el que vive en esa esperanza se santifica como
Él (1 Juan, 3, 3), y nos enseña que la plenitud del amor
consiste en la confianza con que esperamos ese día (1 Juan, 4,
17). De ahí que los comentadores atribuyan especialmente la
santidad de la primitiva Iglesia a esa presentación del futuro
que "mantenía la cristiandad anhelante, y lo maravilloso es que
muchas generaciones cristianas después de la del 95 (la del
Apocalipsis) han vivido, merced a la vieja profecía, las mismas
esperanzas y la misma seguridad: el reino está siempre en el
horizonte" (Pirot).
No queremos terminar sin dejar aquí un recuerdo agradecido al
que fue nuestro primero y querido mentor, instrumento de los
favores del divino Padre: Monseñor doctor Paul W. von Keppler,
Obispo de Rotenburgo, pío exegeta y sabio profesor de Tubinga y
Friburgo, que nos guió en el estudio de las Sagradas Escrituras.
De él recibimos, durante muchos años, el estímulo de nuestra
temprana vocación bíblica con el creciente amor a la divina
Palabra y la orientación a buscar en ella, por encima de todo,
el tesoro escondido de la sabiduría sobrenatural. A él
pertenecen estas palabras, ya célebres, que hacemos nuestras de
todo corazón y que caben aquí, más que en ninguna otra parte,
como la mejor introducción o "aperitivo" a la lectura del Nuevo
Testamento que él enseñó fervorosamente, tanto en la cátedra,
desde la edad de 31 años, como en toda su vida, en la
predicación, en la conversación íntima, en los libros, en la
literatura y en las artes, entre las cuales él ponía una como
previa a todas: "el arte de la alegría". "Podría escribirse,
dice, una teología de la alegría. No faltaría ciertamente
material, pero el capítulo más fundamental y más interesante
sería el bíblico. Basta tomar un libro de concordancia o índice
de la Biblia para ver la importancia que en ella tiene la
alegría: los nombres bíblicos que significan alegría se repiten
miles y miles de veces. Y ello es muy de considerar en un libro
que nunca emplea palabras vanas e innecesarias. Y así la Sagrada
Escritura se nos convierte en un paraíso de delicias (Gén., 3,
23) en el que podremos encontrar la alegría cuando la hayamos
buscado inútilmente en el mundo o cuando la hayamos perdido".
San Mateo
De la vida de San Mateo, que antes se llamaba Leví, sabemos muy
poco. Era publicano, es decir, recaudador de tributos, en
Cafarnaúm, hasta que un día Jesús lo llamó al apostolado
diciéndole simplemente: “Sígueme”; y Leví “levantándose le
siguió”
(Mat. 9, 9).
Su vida apostólica se desarrolló primero en Palestina, al lado
de los otros Apóstoles; más tarde predicó probablemente en
Etiopía (África), donde a lo que parece también padeció el
martirio. Su cuerpo se venera en la Catedral de Salerno
(Italia); su fiesta se celebra el 21 de setiembre.
San Mateo fue el primero en escribir la Buena Nueva en forma de
libro, entre los años 40 y 50 de la era cristiana. Lo compuso en
lengua aramea o siríaca, para los judíos de Palestina que usaban
aquel idioma. Más tarde este Evangelio, cuyo texto arameo se ha
perdido, fue traducido al griego.
El fin que San Mateo se propuso fue demostrar que Jesús es el
Mesías prometido, porque en Él se han cumplido los vaticinios de
los Profetas. Para sus lectores inmediatos no había mejor prueba
que ésta, y también nosotros, experimentamos, al leer su
Evangelio, la fuerza avasalladora de esa comprobación.
Marcos
Marcos, que antes se llamaba Juan, fue hijo de aquella María en
cuya casa se solían reunir los discípulos del Señor (Hech. 12,
12). Es muy probable que la misma casa sirviera de escenario
para otros acontecimientos sagrados, como la última Cena y la
venida del Espíritu Santo.
Con su primo Bernabé acompañó Marcos a San Pablo en el primer
viaje apostólico, hasta la ciudad de Perge de Panfilia (Hech.
13, 13). Más tarde, entre los años 61-63, lo encontramos de
nuevo al lado del Apóstol de los gentiles cuando éste estaba
preso en Roma.
San Pedro llama a Marcos su "hijo" (I Pedr. 5, 13), lo que hace
suponer que fue bautizado por el Príncipe de los Apóstoles. La
tradición más antigua confirma por unanimidad que Marcos en Roma
transmitía a la gente las enseñanzas de su padre espiritual,
escribiendo allí, en los años 50-60, su Evangelio, que es por
consiguiente, el de San Pedro.
El fin que el segundo Evangelista se propone, es demostrar que
Jesucristo es Hijo de Dios y que todas las cosas de la
naturaleza y aun los demonios le están sujetos. Por lo cual
relata principalmente los milagros y la expulsión de los
espíritus inmundos.
El Evangelio de San Marcos, el más breve de los cuatro, presenta
en forma sintética, muchos pasajes de los sinópticos, no
obstante lo cual reviste singular interés, porque narra algunos
episodios que le son exclusivos y también por muchos matices
propios, que permiten comprender mejor los demás Evangelios.
Murió San Marcos en Alejandría de Egipto, cuya iglesia
gobernaba. La ciudad de Venecia, que lo tiene por patrono,
venera su cuerpo en la catedral.
Lucas
El autor del tercer Evangelio, "Lucas, el médico" (Col. 4, 14),
era un sirio nacido en Antioquía, de familia pagana. Tuvo la
suerte de convertirse a la fe de Jesucristo y encontrarse con
San Pablo, cuyo fiel compañero y discípulo fue por muchos años,
compartiendo con él hasta la prisión en Roma.
Según su propio testimonio (1, 3) Lucas se informó "de todo
exactamente desde su primer origen" y escribió para dejar
grabada la tradición oral (1, 4). No cabe duda de que una de sus
principales fuentes de información fue el mismo Pablo, y es muy
probable que recibiera informes también de la santísima Madre de
Jesús, especialmente sobre la infancia del Señor, que Lucas es
el único en referirnos con cierto detalle. Por sus noticias
sobre el Niño y su Madre, se le llamó el Evangelista de la
Virgen. De ahí que la leyenda le atribuya el haber pintado el
primer retrato de María.
Lucas es llamado también el Evangelista de la misericordia, por
ser el único que nos trae las parábolas del Hijo Pródigo, de la
Dracma Perdida, del Buen Samaritano, etc.
Este tercer Evangelio fue escrito en Roma a fines de la primera
cautividad de San Pablo, o sea entre los años 62 y 63. Sus
destinatarios son los cristianos de las iglesias fundadas por el
Apóstol de los Gentiles, así como Mateo se dedicó más
especialmente a mostrar a los judíos el cumplimiento de las
profecías realizadas en Cristo. Por eso el Evangelio de San
Lucas contiene un relato de la vida de Jesús que podemos
considerar el más completo de todos y hecho a propósito para
nosotros los cristianos de la gentilidad.
Juan
San Juan, natural de Betsaida de Galilea, fue hermano de
Santiago el Mayor, hijos ambos de Zebedeo, y de Salomé, hermana
de la Virgen Santísima. Siendo primeramente discípulo de San
Juan Bautista y buscando con todo corazón el reino de Dios,
siguió después a Jesús, y llegó a ser pronto su discípulo
predilecto. Desde la Cruz, el Señor le confió su Santísima
Madre, de la cual Juan, en adelante, cuidó como de la propia.
Juan era aquel discípulo "al cual Jesús amaba" y que en la
última Cena estaba "recostado sobre el pecho de Jesús" (Juan 13,
23), como amigo de su corazón y testigo íntimo de su amor y de
sus penas.
Después de la Resurrección se quedó Juan en Jerusalén como una
de las "columnas de la Iglesia" (Gál. 2, 9), y más tarde se
trasladó a Éfeso del Asia Menor. Desterrado por el emperador
Domiciano (81-95) a la isla de Patmos, escribió allí el
Apocalipsis. A la muerte del tirano pudo regresar a Efeso,
ignorándose la fecha y todo detalle de su muerte (cf. Juan 21,
23 y nota).
Además del Apocalipsis y tres Epístolas, compuso a fines del
primer siglo, es decir, unos 30 años después de los Sinópticos y
de la caída del Templo, este Evangelio, que tiene por objeto
robustecer la fe en la mesianidad y divinidad de Jesucristo, a
la par que sirve para completar los Evangelios anteriores,
principalmente desde el punto de vista espiritual, pues ha sido
llamado el Evangelista del amor.
Su lenguaje es de lo más alto que nos ha legado la Escritura
Sagrada, como ya lo muestra el prólogo, que, por la sublimidad
sobrenatural de su asunto, no tiene semejante en la literatura
de la Humanidad.
LOS HECHOS
DE LOS APÓSTOLES
El libro de los Hechos no pretende narrar lo que hizo cada uno
de los apóstoles, sino que toma, como lo hicieron los
evangelistas, los hechos principales que el Espíritu santo ha
sugerido al autor para alimento de nuestra fe (cf. Luc. 1,4;
Juan 20,31).
Dios nos muestra aquí, con un interés histórico y dramático
incomparable lo que fue la vida y el apostolado de la Iglesia en
los primeros decenios (años 30-63 del nacimiento de Cristo), y
el papel que en ellos desempeñaron los Príncipes de los
Apóstoles, San Pedro ( cap. 1-12) y San Pablo (cap. 13-28). La
parte más extensa se dedica, pues, a los viajes, trabajos y
triunfos de este Apóstol de los gentiles, hasta su primer
cautiverio en Roma. Con esto se detiene el autor casi
inopinadamente, dando la impresión de que pensaba escribir más
adelante otro tratado.
No hay duda de que ese autor es la misma persona que escribió el
tercer Evangelio. Terminado éste, San Lucas retoma el hilo de la
narración y compone el libro de los Hechos (véase 1,1), que
dedica al mismo Teófilo (Luc. 1,1 ss.). Los santos Padres,
principalmente S. Policarpo, S. Clemente Romano, S. Ignacio
Mártir, S. Ireneo, S. Justino etc., como también la crítica
moderna, atestiguan y reconocen que se trata unánimemente de una
obra de Lucas, nativo sirio antioqueno, médico y colaborador de
San Pablo, con quien se presenta él mismo en muchos pasajes de
su relato (16, 10-17; 20, 5-15; 21,1-18; 27,1-28, 16). Escribió,
en griego, el idioma corriente entonces, de cuyo original
procede la presente versión, pero su lenguaje contiene también
aramaísmos que denuncian la nacionalidad del autor.
La composición data de Roma hacia el año 63, poco antes del fin
de la primera prisión romana de S. Pablo, es decir cinco años
antes de su muerte y también antes de la terrible destrucción de
Jerusalén (70 d.C.), o sea cuando la vida y el culto de Israel
continuaban normalmente.
El objeto de S. Lucas en este escrito es, como en su Evangelio
(Luc. 1,4), confirmarnos en la fe y enseñar la universalidad de
la salud traída por Cristo, la cual se manifiesta primero entre
los judíos de Jerusalén, después de Palestina y por fin entre
los gentiles.
El cristiano de hoy, a menudo ignorante en esta materia,
comprende así mucho mejor, gracias a este libro, el verdadero
carácter de la Iglesia y su íntima vinculación con el Antiguo
Testamento y con el pueblo escogido de Israel, al ver que, como
observa Fillion, antes de llegar a Roma con los apóstoles, la
Iglesia tuvo su primer estadio en Jerusalén, donde había nacido
(1, 1-8, 3); en su segundo estadio se extendió de Jerusalén a
Judea y Samaria (8, 4-11, 18); tuvo un tercer estadio en oriente
con sede en Antioquia de Siria (11,19-13, 35), y finalmente se
estableció en el mundo pagano y en su capital Roma (13, 1-28,
31) , cumpliéndose así las palabras de Jesús a los apóstoles,
cuando éstos reunidos lo interrogaron creyendo que iba a
restituir inmediatamente el reino a Israel: “No os corresponde a
vosotros saber los tiempos ni momentos que ha fijado el Padre
con su potestad. Pero cuando descienda sobre vosotros el
Espíritu Santo recibiréis virtud y me seréis testigos en
Jerusalén y en toda la Judea y Samaria y hasta los extremos de
la tierra” (1,7 s.). Este testimonio del Espíritu Santo y los
apóstoles lo había anunciado Jesús (Juan 15,26 s.) y lo ratifica
S. Pedro (1, 22; 2,32; 5,32, etc.)
El admirable Libro, cuya perfecta unidad reconoce aún la crítica
más adversa, podría llamarse también de los “Hechos de Cristo
Resucitado”. “Sin él, fuera de algunos rasgos esparcidos en las
Epístolas de S. Pablo, en las Epístolas Católicas y en los raros
fragmentos que nos restan de los primeros escritores
eclesiásticos, no conoceríamos nada del origen de la Iglesia”
(Fillion).
S. Jerónimo resume, en la carta al presbítero Paulino, su juicio
ante este divino Libro en las siguientes palabras: “El Libro de
los Hechos de los Apóstoles parece contar una sencilla historia,
y tejer la infancia de la Iglesia naciente. Más sabiendo que su
autor es Lucas, el médico, “cuya alabanza está en el Evangelio”
(II Cor. 8,18), echaremos de ver que todas sus palabras son, a
la vez que historia, medicina para el alma enferma”.
LAS
EPÍSTOLAS DE SAN PABLO
Saulo, que después de convertido se llamó Pablo —esto es,
"pequeño"—, nació en Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo año
que Jesús, aunque no lo conoció mientras vivía el Señor. Sus
padres, judíos de la tribu de Benjamín (Rom. 11, 1; Filip. 3,
5), le educaron en la afición a la Ley, entregándolo a uno de
los más célebres doctores, Gamaliel, en cuya escuela el
fervoroso discípulo se compenetró de las doctrinas de los
escribas y fariseos, cuyos ideales defendió con sincera pasión
mientras ignoraba el misterio de Cristo. No contento con su
formación en las disciplinas de la Ley, aprendió también el
oficio de tejedor, para ganarse la vida con sus propias manos.
El Libro de los "Hechos" relata cómo, durante sus viajes
apostólicos, trabajaba en eso "de día y de noche", según él
mismo lo proclama varias veces como ejemplo y constancia de que
no era una carga para las iglesias (véase Hech. 18, 3 y nota).
Las tradiciones humanas de su casa y su escuela, y el celo
farisaico por la Ley, hicieron de Pablo un apasionado sectario,
que se creía obligado a entregarse en persona a perseguir a los
discípulos de Jesús. No sólo presenció activamente la lapidación
de San Esteban, sino que, ardiendo de fanatismo, se encaminó a
Damasco, para organizar allí la persecución contra el nombre
cristiano. Mas en el camino de Damasco lo esperaba la gracia
divina para convertirlo en el más fiel campeón y doctor de esa
gracia que de tal modo había obrado en él. Fue Jesús mismo, el
Perseguido, quien —mostrándole que era más fuerte que él— domó
su celo desenfrenado y lo transformó en un instrumento sin igual
para la predicación del Evangelio y la propagación del Reino de
Dios como "Luz revelada a los gentiles."
Desde Damasco fue Pablo al desierto de Arabia (Gál. 1, 17) a fin
de prepararse, en la soledad, para esa misión apostólica. Volvió
a Damasco, y después de haber tomado contacto en Jerusalén con
el Príncipe de los Apóstoles, regresó a su patria hasta que su
compañero Bernabé le condujo a Antioquía, donde tuvo oportunidad
para mostrar su fervor en la causa de los gentiles y la doctrina
de la Nueva Ley "del Espíritu de vida" que trajo Jesucristo para
librarnos de la esclavitud de la antigua Ley. Hizo en adelante
tres grandes viajes apostólicos, que su discípulo San Lucas
refiere en los "Hechos" y que sirvieron de base para la
conquista de todo un mundo.
Terminado el tercer viaje, fue preso y conducido a Roma, donde
sin duda recobró la libertad hacia el año 63, aunque desde
entonces los últimos cuatro años de su vida están en la
penumbra. Según parece, viajó a España (Rom. 15, 24 y 28) e hizo
otro viaje a Oriente. Murió en Roma, decapitado por los verdugos
de Nerón, el año 67, en el mismo día del martirio de San Pedro.
Sus restos descansan en la basílica de San Pablo en Roma.
Los escritos paulinos son exclusivamente cartas, pero de tanto
valor doctrinal y tanta profundidad sobrenatural como un
Evangelio. Las enseñanzas de las Epístolas a los Romanos, a los
Corintios, a los Efesios, y otras, constituyen, como dice San
Juan Crisóstomo, una mina inagotable de oro, a la cual hemos de
acudir en todas las circunstancias de la vida, debiendo
frecuentarlas mucho hasta familiarizarnos con su lenguaje,
porque su lectura —como dice San Jerónimo— nos recuerda más bien
el trueno que el sonido de palabras.
San Pablo nos da a través de sus cartas un inmenso conocimiento
de Cristo. No un conocimiento sistemático, sino un conocimiento
espiritual que es lo que importa. Él es ante todo el Doctor de
la Gracia, el que trata los temas siempre actuales del pecado y
la justificación, del Cuerpo Místico, de la Ley y de la
libertad, de la fe y de las obras, de la carne y del espíritu,
de la predestinación y de la reprobación, del Reino de Cristo y
su segunda Venida. Los escritores racionalistas o judíos como
Klausner, que de buena fe encuentran diferencia entre el Mensaje
del Maestro y la interpretación del apóstol, no han visto bien
la inmensa trascendencia del rechazo que la sinagoga hizo de
Cristo, enviado ante todo "a las ovejas perdidas de Israel" (Mt.
15, 24), en el tiempo del Evangelio, y del nuevo rechazo que el
pueblo judío de la dispersión hizo de la predicación apostólica
que les renovaba en Cristo resucitado las promesas de los
antiguos Profetas; rechazo que trajo la ruptura con Israel y
acarreó el paso de la salud a la gentilidad, seguido muy pronto
por la tremenda destrucción del Templo, tal como lo había
anunciado el Señor (Mt. 24).
No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue elegido por Dios
para Apóstol de los gentiles (Hech. 13, 2 y 47; 26, 17 s.; Rom.
1, 5), es decir, de nosotros, hijos de paganos, antes "separados
de la sociedad de Israel, extraños a las alianzas, sin esperanza
en la promesa y sin Dios en este mundo" (Ef. 2, 12), y que
entramos en la salvación a causa de la incredulidad de Israel
(véase Rom. 11, 11 ss.; cf. Hech. 28, 23 ss. y notas), siendo
llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo Místico (Ef. 1, 22
s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí que Pablo resulte también para
nosotros, el grande e infalible intérprete de las Escrituras
antiguas, principalmente de los Salmos y de los Profetas,
citados por él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido
significado se fija gracias a las citas que San Pablo hace de
ellos; por ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos enseña
que es nada menos que el elogio lírico de Cristo triunfante,
hecho por boca del divino Padre (véase Hebr. 1, 8 s.). Lo mismo
puede decirse de S. 2, 7; 109, 4, etc.
El canon contiene 14 Epístolas que llevan el nombre del gran
apóstol de los gentiles, incluso la destinada a los Hebreos.
Algunas otras parecen haberse perdido (1 Cor. 5, 9; Col. 4, 16).
La sucesión de las Epístolas paulinas en el canon, no obedece al
orden cronológico, sino más bien a la importancia y al prestigio
de sus destinatarios. La de los Hebreos, como dice Chaine, si
fue agregada al final de Pablo y no entre las "católicas", fue a
causa de su origen, pero ello no implica necesariamente que sea
posterior a las otras.
En cuanto a las fechas y lugar de la composición de cada una,
remitimos al lector a las indicaciones que damos en las notas
iniciales.
Carta a los Romanos
San Pablo escribió esta Carta desde Corinto, a principios del
año 58, con el ánimo de preparar su viaje a Roma, acreditando
sus títulos ante esos fieles, que no lo conocían aún. Muchos la
consideran posterior a la Epístola a los Gálatas (cf. Gál. 2, 1
y nota), pero es sin duda anterior a la Carta a los Efesios y
demás Epístolas llamadas de la cautividad, que fueron escritas
al final del tiempo de los Hechos, durante la primera prisión
del Apóstol en Roma (años 61-63), es decir, después de su paso
definitivo a los gentiles (Hechos 28, 23 ss. y notas). El
Apóstol explica en la primera parte (caps. 1-11), como lo hace
también a los gentiles de Galacia, el misterio de la
justificación mediante la fe que Jesucristo nos mereció
gratuitamente, igualando en ella a judíos y gentiles y revela el
misterio de la conversión final de Israel según los anuncios del
Antiguo Testamento, confirmados por Jesús en el Evangelio. En la
segunda parte trata otras cuestiones de vida espiritual, y
añade, en la doxología final, una referencia al "misterio oculto
desde tiempos eternos" que expondrá especialmente en las Cartas
a los Efesios y a los Colosenses.
I
Carta a los Corintios
El Apóstol escribió esta epístola durante su tercer viaje
apostólico, en Efeso, a principios del año 57. Entre los
cristianos de Corinto se habían producido disensiones y partidos
que se combatían mutuamente: uno de Apolo, otros de Pedro y de
Pablo, y hasta uno que se proclamaba partido de Cristo. Además,
cundían entre ellos grandes abusos y escándalos, procesos y
pleitos, desórdenes en los ágapes, ciertas libertades de las
mujeres en la Iglesia, y otras cuestiones que llamaban la
atención de San Pablo. Ningún otro documento apostólico pinta
tan clásicamente las dificultades de la Iglesia en medio de un
mundo pagano.
II
Carta a los Corintios
Esta segunda epístola fue escrita poco después de la primera, a
fines del año 57, en Macedonia, durante el viaje del Apóstol de
Efeso a Corinto. Tito, colaborador de S. Pablo, le trajo buenas
noticias de Corinto, donde la primera carta había producido
excelentes resultados. La mayoría acataba las amonestaciones de
su padre espiritual. No obstante, existían todavía intrigas que
procedían de judíos y judío-cristianos. Para deshacerlas les
escribió el Apóstol por segunda vez antes de llegarse
personalmente a ellos.
Carta a los Gálatas
Los habitantes de Galacia, provincia del Asia Menor, fueron
ganados al Evangelio por S. Pablo en su segundo y tercer viaje
apostólico. Poco después llegaron judíos o judío-cristianos que
se les enseñaban "otro Evangelio", es decir, un Jesucristo
deformado y estéril, exigiendo que se circuncidasen y cumpliesen
la Ley mosaica, y pretendiendo que el hombre es capaz de
salvarse por sus obras, sin la gracia de Cristo. Además
sembraban desconfianza contra el Apóstol, diciendo que él no
había sido autorizado por los primeros Apóstoles y que su
doctrina no estaba en armonía con la fe de aquéllos. Para
combatir la confusión causada por esos doctores judaizantes, S.
Pablo; escribió esta carta probablemente desde Efeso, según
suele creerse, entre los años 49 y 55 (cf. 2, 1 y nota). Su
doctrina principal es: El cristiano se salva por la fe en
Jesucristo, y no por la Ley mosaica.
Carta a los Efesios
Toda esta epístola es un insondable abismo de misterios divinos
que hemos de conocer porque nos revelan el plan de Dios sobre
nuestro destino, e influyen de un modo decisivo en nuestra vida
espiritual situándonos en la verdadera posición, infinitamente
feliz, que nos corresponde gracias a la Redención de Cristo.
Frente a tales misterios, dice el Card. Newman, "la conducta de
la mayoría de los católicos dista muy poco de la que tendrían si
creyeran que el cristianismo era una fábula". Efeso, capital de
Asia Menor, donde más tarde tuvo su sede el Apóstol S. Juan, es
la ciudad en la que S. Pablo, en su tercer viaje apostólico,
predicó el Evangelio durante casi tres años. La carta, escrita
en Roma en el primer cautiverio (61-63), se dirige tal vez no
sólo a los efesios sino también a las demás Iglesias, lo que se
deduce por la ausencia de noticias personales y por la falta de
las palabras "en Efeso" (v. 1), en los manuscritos más antiguos.
Algunos han pensado que tal vez podría ser ésta la enviada a
Laodicea según Col. 4, 16.
Carta a los Filipenses
La cristiandad de Filipos, ciudad principal de Macedonia, y
primicias de la predicación de S. Pablo en Europa, había enviado
una pequeña subvención para aliviar la vida del Apóstol durante
su prisión en Roma. Conmovido por el gran cariño de sus hijos en
Cristo, el Apóstol, desde lo que él llama sus cadenas por el
Evangelio, les manda una carta de agradecimiento, que es, a la
vez, un modelo y un testimonio de la ternura con que abrazaba a
cada una de las Iglesias por él fundadas. La Epístola fue
escrita en Roma hacia el año 63.
Carta a los Colosenses
El Apóstol escribe esta carta desde Roma donde estaba preso,
hacia el año 62, con el fin de explayarles, como a los Efesios,
aspectos siempre nuevos del Misterio de Cristo, y de paso
desenmascarar a los herejes que se habían introducido en la
floreciente comunidad cristiana, "con apariencia de piedad" (II
Tim. 3, 5), inquietándola con doctrina falsas tomadas del
judaísmo y paganismo (necesidad de la Ley, de la observancia de
los novilunios y de la circuncisión, culto exagerado de ángeles,
gnosticismo, falso ascetismo). A este respecto véase, con sus
notas, la Epístola a los Gálatas, especialmente el cap. 2.
I
Carta a los Tesalonicenses
Tesalónica (hoy Salónica), capital de Macedonia, recibió la luz
del Evangelio en el segundo viaje apostólico de S. Pablo. No
pudiendo detenerse allí a causa de la sedición de los judíos, el
Apóstol se dirige a ellos mediante esta carta, escrita en
Corinto hacia el año 52 -es decir, que es la primera de todas
las epístolas- para confirmarlos en los fundamentos de la fe y
la vocación de la santidad, y consolarlos acerca de los muertos
con los admirables anuncios que les revela sobre la resurrección
y la segunda venida de Cristo
II
Carta a los Tesalonicenses
Esta segunda carta fue también escrita en Corinto, poco después
de la anterior, como lo acredita la permanencia de Silvano y
Timoteo (cf. I Tes. 1, 1), para tranquilizar a los
tesalonicenses que, por lo que se ve (2, 2 y nota), eran
engañados por algunos sobre el alcance de aquella carta, cuyo
contenido, lejos de rectificarlo, confirma el Apóstol en 2, 15
(Vulg. 2, 14). Porque no faltaban quienes descuidaban sus
deberes cotidianos, creyendo que el día de Cristo había pasado
ya, y que por consiguiente, el trabajo no tenía valor (cf. I
Tes. 4, 16), o que las persecuciones que sufrían (v. 4; I Tes.
2, 14) pudiesen ser ya las del "día grande y terrible del Señor"
sin que ellos hubiesen sido librados por el advenimiento de
Cristo y la reunión con El (2, 1). S. Pablo los confirma en su
esperanza (v. 5-12) y les da las aclaraciones necesarias
refiriéndose en forma sucinta a lo que largamente les había
conversado en su visita. De ahí que, para nosotros, el lenguaje
de esta carta tenga hoy algún punto oscuro que no lo era
entonces para los tesalonicenses (cf. 2, 5). "¿No debe esto
despertarnos una santa emulación para no saber hoy menos que
aquellos antiguos?".
I
Carta a Timoteo
Timoteo, hijo de padre pagano y madre judía, era el discípulo
más querido de Pablo, socio en su segundo viaje apostólico y
compañero durante el primer cautiverio en Roma. Después de ser
puesto en libertad, Pablo le llevó al Asia Menor, donde le
confió la dirección de la Iglesia de Efeso. Esta primera carta,
escrita probablemente hacia el año 65, quiere alentar al Obispo
Timoteo en su lucha contra las falsas doctrinas y darle
instrucciones referentes al culto y a las cualidades de los
ministros de la Iglesia, por lo cual constituye una lección
permanente de espíritu pastoral, dada por el mismo Espíritu
Santo, junto con la segunda a Timoteo, que es un doloroso cuadro
de la apostasía, y la de Tito, análoga a la presente y que
contempla más el ordenamiento particular de cada Iglesia, que
hoy llamaríamos diócesis.
II
Carta a Timoteo
El entrañable amor de S. Pablo a su "hijo carísimo" es el móvil
ocasional de esta segunda carta, escrita en Roma en el año 66 ó
67, que contiene, podemos decir, el testamento espiritual de
Pablo como Apóstol y Mártir. Estaba de nuevo en cadenas, esta
vez en la cárcel mamertina, y sentía la proximidad del martirio,
por lo cual pide a Timoteo que se llegue a Roma tan pronto como
le fuese posible, y con tal motivo exhorta a sus discípulos a la
constancia en la fe, les anuncia la apostasía y los previene
contra las deformaciones de la doctrina y la defección de muchos
pretendidos apóstoles.
Desilusionado al ver que "todos buscan sus propios intereses
(Filip. 2, 21), Pablo se complace en destacar que al menos en
Timoteo la fe no es fingida. A nadie tenía tan unido en espíritu
como a él (Filip. 2, 20).
Carta a Tito
La presente carta, contemporánea de la primera a Timoteo, fue
dirigida, hacia el año 65, a Tito compañero apostólico de Pablo
en varios viajes y más tarde obispo de la Isla de Creta. Tito,
nacido de padres paganos, era "hijo querido según la fe", lo que
quiere decir que el Apóstol mismo lo había ganado para Cristo.
La situación religiosa en la isla era muy triste: los cretenses
se entregaban a muchos vicios, eran mentirosos, perezosos,
inmorales; sin hablar de los herejes que allí se habían
infiltrado. Por lo cual Pablo escribe aquí otra de sus Epístolas
llamadas pastorales, para consolar a su hijo en la fe, dándole a
la vez instrucciones para el ejercicio del ministerio episcopal.
Vemos una vez más cómo el Apóstol relaciona íntimamente, desde
el principio, la piedad con el exacto conocimiento de la verdad,
porque una cosa depende de la otra.
Carta a Filemón
Una mera carta privada, casi una esquela; pero sin embargo una
joya de la Sagrada Escritura. Tal es esta Epístola, escrita por
S. Pablo en Roma, por el año 63. Su objeto es interceder por el
esclavo Onésimo que había huido de la casa de su amo Filemón de
Colosas. La huida contribuyó a salvar el alma del fugitivo que
se hizo esclavo de Jesucristo y entonces volvió voluntariamente
a su dueño, sin preocuparse de la servidumbre material pues ya
era libre en el alma, según lo que Pablo enseña en I Cor. 7,
20-24. La carta es un documento clásico para demostrar la
posición de la Iglesia primitiva respecto de los esclavos (Tito
2, 9 s. y nota). "Filemón", el destinatario de la epístola,
parece haber sido uno de los principales cristianos de la
ciudad, dado que en su casa tenían los fieles sus reuniones; por
otra parte, es llamado colaborador del apóstol, es decir, uno de
aquellos que le prestaron ayuda en la difusión del Evangelio.
Seguidamente son nombrados: Apia y Arquipo. La primera es
llamada hermana, en la acepción cristiana de la palabra; el
segundo, compañero de armas en el trabajo del apostolado y la
predicación (II Tim. 2, 3), parece haber sido el jefe (Col. 4,
17) o por lo menos uno de los jefes de la comunidad que tenía
sus habituales reuniones en casa de Filemón. Aunque del mismo
texto no pueda deducirse con seguridad, algunos han unido a
estas tres personas con vínculos más estrechos, haciendo a
Arquipo hijo de Filemón y Apia. Sostienen también, unánimemente
los comentadores, que la Iglesia a que se hace aquí referencia
es la Iglesia de Colosas, ciudad de Frigia, evangelizada por los
discípulos del Apóstol; en efecto, en la carta a los Colosenses,
escrita en esta misma época aparecen nombradas las mismas
personas que en la nuestra, y en tratándose de Onésimo, se dice
qu ees de dicha ciudad y que acompaña al portador de la carta
Tíquico. (Col. 4, 7 ss.) llevando a su vez, concluimos nosotros,
la carta comendaticia para su dueño" (Primatesta).
Carta a los Hebreos
¿Por qué una carta a los Hebreos? Véase la explicación en 8, 4 y
nota. Si bien el final de la carta muestra que fue para una
colectividad determinada, su doctrina era para los
judío-cristianos en general. También Santiago y S. Pedro se
dirigen epistolarmente, y en varios discursos de los Hechos, a
todos los Hebreos de la dispersión (Sant. 1, 1; I Pedr. 1, 1),
muchos de los cuales se hallaban en peligro de perder la fe y
volver al judaísmo, no sólo por las persecuciones a que estaban
expuestos, sino más bien por la lentitud de su progreso
espiritual (5, 12 y nota) y la atracción que ejercía sobre ellos
la magnificencia del Templo y el culto de sus tradiciones. El
amor que el Apóstol tiene a sus compatriotas (Rom. 9, 1 ss.) le
hace insistir aquí en predicarles una vez más como lo hacía en
sus discursos de los Hechos, no obstante su reiterada
declaración de pasarse a los gentiles (Hech. 13, 46; 18, 6 y
notas). Su fin es inculcarles la preexcelencia de la Nueva
Alianza sobre la Antigua y exhortarlos a la perseverancia -pues
no los mira aún como maduros en la fe (3, 14 y nota), con la
cual tendían a mezclar lo puramente judaico (Hech. 21, 17 ss.,
etc.)- y a la esperanza en Cristo resucitado (cap. 8 ss.) en
quien se cumplirían todas las promesas de los Profetas (Hech. 3,
19-26 y notas).
LAS CARTAS
CATÓLICAS
La carta de Santiago es la primera entre las siete Epístolas no
paulinas que, por no señalar varias de ellas un destinatario
especial, han sido llamadas genéricamente católicas o
universales, aunque en rigor la mayoría de ellas se dirige a la
cristiandad de origen judío, y las dos últimas de S. Juan tienen
un encabezamiento aún más limitado. S. Jerónimo las caracteriza
diciendo que "son tan ricas en misterios como sucintas, tan
breves en palabras como largas en sentencias".
Carta del Apóstol Santiago
El autor, que se da a sí mismo el nombre de "Santiago, siervo de
Dios y de nuestro Señor Jesucristo", es el Apóstol que solemos
llamar Santiago el Menor, hijo de Alfeo o Cleofás (Mt. 10, 3) y
de María (Mt. 27, 56), "hermana" (o pariente) de la Virgen. Es,
pues, de la familia de Jesús y llamado "hermano del Señor" (Gál.
1, 19; cf. Mt. 13, 55 y Marc. 6, 3).
Santiago es mencionado por S. Pablo entre las "columnas" o
apóstoles que gozaban de mayor autoridad en la Iglesia (Gál. 2,
9). Por su fiel observancia de la Ley tuvo grandísima
influencia, especialmente sobre los judíos, pues entre ellos
ejerció el ministerio como Obispo de Jerusalén. Murió mártir el
año 62 d. C.
Escribió esta carta no mucho antes de padecer el martirio y con
el objeto especial de fortalecer a los cristianos del judaísmo
que a causa de la persecución estaban en peligro de perder la fe
(cf. la introducción a la Epístola a los Hebreos). Dirígese por
tanto a "las doce tribus que están en la dispersión" (cf. 1, 1 y
nota), esto es, a todos los hebreo-cristianos dentro y fuera de
Palestina (cf. Rom. 10, 18 y nota).
Ellos son de profesión cristiana, pues creen en el Señor
Jesucristo de la Gloria (2, 1), esperan la Parusía en que
recibirán el premio (5, 7-9), han sido engendrados a nueva vida
(1, 18) bajo la nueva ley de libertad (1, 25; 2, 12), y se les
recomienda la unción de los enfermos (5, 14 ss.).
La no alusión a los paganos se ve en que Santiago omite
referirse a lo que S. Pablo suele combatir en éstos: idolatría,
impudicia, ebriedad (cf. I Cor. 6, 9 ss.; Gál. 5, 19 ss.). En
cambio, la Epístola insiste fuertemente contra la vana
palabrería y la fe de pura fórmula (1, 22 ss.; 2, 14 ss.),
contra la maledicencia y los estragos de la lengua (3, 2 ss.; 4,
2 ss.; 5, 9), contra los falsos doctores (3, 1), el celo amargo
(3, 13 ss.), los juramentos fáciles (5, 12).
El estilo es conciso, sentencioso y extraordinariamente rico en
imágenes, siendo clásicas por su elocuencia las que dedica a la
lengua en el capítulo 3 y a los ricos en el capítulo 5 y el
paralelo de éstos con los humildes en el capítulo 2. Más que en
los misterios sobrenaturales de la gracia con que suele
ilustrarnos S. Pablo, especialmente en las Epístolas de la
cautividad, la presente es una vigorosa meditación sobre la
conducta frente al prójimo y por eso se la ha llamado a veces el
Evangelio social.
I
Carta del Apóstol Pedro
Simón Bar Jona (hijo de Jonás), el que había de ser San Pedro
(Hech. 15, 14; II Pedro 1, 1), fue llamado al apostolado en los
primeros días de la vida pública del Señor, quien le dio el
nombre de Cefas (en arameo Kefa), o sea, "piedra", de donde el
griego Petros, Pedro (Juan 1, 42). Vemos en Mt. 16, 17-19, cómo
Jesús lo distinguió entre los otros discípulos, haciéndolo
"Príncipe de los Apóstoles" (Juan 21, 15 ss.). S. Pablo nos hace
saber que a él mismo, como Apóstol de los gentiles, Jesús le
había encomendado directamente (Gál. 1, 11 s.) el evangelizar a
éstos, mientras que a Pedro, como a Santiago y a Juan, la
evangelización de los circuncisos o israelitas (Gál. 2, 7-9; cf.
Sant. 1, 1 y nota). Desde Pentecostés predicó Pedro en Jerusalén
y Palestina, pero hacia el año 42 se trasladó a "otro lugar"
(Hech. 12, 17 y nota), no sin haber antes admitido al bautismo
al pagano Cornelio (Hech. 10), como el diácono Felipe lo había
hecho con el "prosélito" etíope (Hech. 8, 26 ss.). Pocos años
más tarde lo encontramos nuevamente en Jerusalén, presidiendo el
Concilio de los Apóstoles (Hech. 15) y luego en Antioquía. La
Escritura no da más datos sobre él, pero la tradición nos
asegura que murió mártir en Roma el año 67, el mismo día que S.
Pablo.
Su primera Carta se considera escrita poco antes de estallar la
persecución de Nerón, es decir, cerca del año 63 (cf. II Pedro
1, 1 y nota), desde Roma a la que llama Babilonia por la
corrupción de su ambiente pagano (5, 13). Su fin es consolar
principalmente a los hebreos cristianos dispersos (1, 1) que,
viviendo también en un mundo pagano, corrían el riesgo de perder
la fe. Sin embargo, varios pasajes atestiguan que su enseñanza
se extiende también a los convertidos de la gentilidad (cf. 2,
10 y nota). A los mismos destinatarios (II Pedro 3, 1), pero
extendiéndola "a todos los que han alcanzado fe" (1, 1) va
dirigida la segunda Carta, que el Apóstol escribió, según lo
dice, poco antes de su martirio (II Pedro 1, 14), de donde se
calcula su fecha por los años de 64-67. "De ello se deduce como
probable que el autor escribió de Roma", quizá desde la cárcel.
En las comunidades cristianas desamparadas se habían introducido
ya falsos doctores que despreciaban las Escrituras, abusaban de
la grey y, sosteniendo un concepto perverso de la libertad
cristiana, decían también que Jesús nunca volvería. Contra ésos
y contra los muchos imitadores que tendrán en todos los tiempos
hasta el fin, levanta su voz el Jefe de los Doce, para prevenir
a las Iglesias presentes y futuras, siendo de notar que mientras
Pedro usa generalmente los verbos en futuro, Judas, su paralelo,
se refiere ya a ese problema como actual y apremiante (Judas 3
s.; cf. II Pedro 3, 17 y nota).
En estas breves cartas —las dos únicas "Encíclicas" del Príncipe
de los apóstoles— llenas de la más preciosa doctrina y profecía,
vemos la obra admirable del Espíritu Santo, que transformó a
Pedro después de Pentecostés. Aquel ignorante, inquieto y
cobarde pescador y negador de Cristo es aquí el apóstol lleno de
caridad, de suavidad y de humilde sabiduría, que (como Pablo en
II Tim. 4, 6), nos anuncia la proximidad de su propia muerte que
el mismo Cristo le había pronosticado (Juan 21, 28). San Pedro
nos pone por delante, desde el principio de la primera Epístola
hasta el fin de la segunda, el misterio del futuro retorno de
nuestro Señor Jesucristo como el tema de meditación por
excelencia para transformar nuestras almas en la fe, el amor y
la esperanza (cf. Sant. 5, 7 ss.; y Jud. 20 y notas). "La
principal enseñanza dogmática de la II Pedro —dice Pirot—
consiste incontestablemente en la certidumbre de la Parusía y,
en consecuencia, de las retribuciones que la acompañarán (1, 11
y 19; 3, 4-5). En función de esta espera es como debe entenderse
la alternativa entre la virtud cristiana y la licencia de los
"burladores" (2, 1-2 y 19). Las garantías de esta fe son: los
oráculos de los profetas, conservados en la vieja Biblia
inspirada, y la enseñanza de los apóstoles testigos de Dios y
mensajeros de Cristo (1, 4 y 16-21; 3, 2). El Evangelio es ya la
realización de un primer ciclo de las profecías, y esta
realización acrece tanto más nuestra confianza en el
cumplimiento de las posteriores:" (cf. 1, 19). Es lo que el
mismo Jesús Resucitado, cumplidas ya las profecías de su Pasión,
su Muerte y su Resurrección, reiteró sobre los anuncios futuros
de "sus glorias" (I Pedro 1, 11) diciendo: "Es necesario que se
cumpla todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de
Moisés, en los Profetas y en los Salmos" (Lc. 24, 44).
Poco podría prometerse de la fe de aquellos cristianos que,
llamándose hijos de la Iglesia, y proclamando que Cristo está
donde está Pedro, se resignasen a pasar su vida entera sin
preocuparse de saber qué dijeron, en sus breves cartas, ese
Pedro y ese Pablo, para poder, como dice la Liturgia, "seguir en
todo el precepto de aquellos por quienes comenzó la religión".
(Colecta de la Misa de San Pedro).
II
Carta del Apóstol Pedro
Esta segunda carta de S. Pedro es (como lo fue la segunda de
Pablo a Timoteo) el testamento del Príncipe de los Apóstoles,
pues fue escrita poco antes de su martirio (v. 14) probablemente
desde la cárcel de Roma entre los años 64 y 67. Los
destinatarios son todas las comunidades cristianas del Asia
Menor o sea que su auditorio no es tan limitado a los
judío-cristianos como el de Santiago (cf. Sant. 1, 1).
I
Carta del Apóstol Juan
Las tres Cartas que llevan el nombre de San Juan —una más
general, importantísima, y las otras muy breves— han sido
escritas por el mismo autor del cuarto Evangelio (véase su nota
introductoria). Este es, dice el Oficio de San Juan, aquel
discípulo que Jesús amaba (Juan 21, 7) y al que fueron revelados
los secretos del cielo; aquel que se reclinó en la Cena sobre el
pecho del Señor (Juan 21, 20) y que allí bebió, en la fuente del
sagrado Pecho, raudales de sabiduría que encerró en su
Evangelio.
La primera Epístola carece de encabezamiento, lo que dio lugar a
que algunos dudasen de su autenticidad. Mas, a pesar de faltar
el nombre del autor, existe una unánime y constante tradición en
el sentido de que esta Carta incomparablemente sublime ha de
atribuirse, como las dos que le siguen y el Apocalipsis, al
Apóstol San Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el
Mayor, y así lo confirmó el Concilio Tridentino al señalar el
canon de las Sagradas Escrituras. La falta de título al comienzo
y de saludo al final se explicaría, según la opinión común, por
su íntima relación con el cuarto Evangelio, al cual sirve de
introducción (cf. 1, 3), y también de corolario, pues se ha
dicho con razón que si el Evangelio de San Juan nos hace
franquear los umbrales de la casa del Padre, esta Epístola
íntimamente familiar hace que nos sintamos allí como "hijitos"
en la propia casa.
Según lo dicho se calcula que data de fines del primer siglo y
se la considera dirigida, como el Apocalipsis, a las iglesias
del Asia proconsular —y no sólo a aquellas siete del Apocalipsis
(cf. 1, 4 y notas)— de las cuales, aunque no eran fundadas por
él se habría hecho cargo el Apóstol después de su destierro en
Patmos, donde escribiera su gran visión profética. El motivo de
esta Carta fue adoctrinar a los fieles en los secretos de la
vida espiritual para prevenirlos principalmente contra el
pregnosticismo y los avances de los nicolaítas que contaminaban
la viña de Cristo. Y así la ocasión de escribirla fue
probablemente la que el mismo autor señala en 2, 18 s., como
sucedió también con la de Judas (Judas 3 s.).
Veríamos así a Juan, aunque "Apóstol de la circuncisión" (Gál.
2, 9), instalado en Éfeso y aleccionando —treinta años después
del Apóstol de los Gentiles y casi otro tanto después de la
destrucción de Jerusalén— no sólo a los cristianos de origen
israelita sino también a aquellos mismos gentiles a quienes San
Pablo había escrito las más altas Epístolas de su cautividad en
Roma. Pablo señalaba la posición doctrinal de hijos del Padre.
Juan les muestra la íntima vida espiritual como tales.
No se nota en la Epístola división marcada; pero sí, como en el
Evangelio de San Juan, las grandes ideas directrices: "luz, vida
y amor", presentadas una y otra vez bajo los más nuevos y ricos
aspectos, constituyendo sin duda el documento más alto de
espiritualidad sobrenatural que ha sido dado a los hombres.
Insiste sobre la divinidad de Jesucristo como Hijo del Padre y
sobre la realidad de la Redención y de la Parusía, atacada por
los herejes. Previene además contra esos "anticristos" e inculca
de una manera singular la distinción entre las divinas Personas,
la filiación divina del creyente, la vida de fe y confianza
fundada en el amor con que Dios nos ama, y la caridad fraterna
como inseparable del amor de Dios.
II
Carta del Apóstol Juan
En la segunda Epístola -como en la tercera- San Juan se llama a
sí mismo "el anciano" (en griego presbítero), título que se da
también San Pedro haciéndolo extensivo a los jefes de las
comunidades cristianas (I Pedro 5, 1) y que se daba sin duda a
los apóstoles, según lo hace presumir la declaración de Papías,
obispo de Hierápolis, al referir cómo él se había informado de
lo que habían dicho "los ancianos Andrés, Pedro, Felipe, Tomás,
Juan". El padre Bonsirven, que trae estos datos, nos dice
también que las dudas sobre la autenticidad de estas dos Cartas
de San Juan "comenzaron a suscitarse a fines del siglo II cuando
diversos autores se pusieron a condenar el milenarismo;
descubriendo milenarismo en el Apocalipsis, se resistían a
atribuirlo al Apóstol Juan y lo declararon, en consecuencia,
obra de ese presbítero Juan de que habla Papías, y así, por
contragolpe, el presbítero Juan fue puesto por varios en
posesión de las dos pequeñas Epístolas". Pirot anota asimismo
que "para poder negar al Apocalipsis la autenticidad joanea,
Dionisio de Alejandría la niega también a nuestras dos pequeñas
cartas". La Epístola segunda va dirigida "a la señora Electa y a
sus hijos", es decir, según lo entienden los citados y otros
comentadores modernos, a una comunidad o Iglesia y no a una dama
(cf. II Juan 1, 13 y notas), a las cuales, por lo demás, en el
lenguaje cristiano no se solía llamarlas señoras (Ef. 5, 22 ss.;
cf. Juan 2, 4; 19, 26).
III Carta del Apóstol Juan
La tercera Carta de Juan es más de carácter personal, pero en
ésta nos muestra el santo apóstol, como en la primera, tanto la
importancia y valor del amor fraterno —que constituían, según
una conocida tradición, el tema permanente de sus exhortaciones
hasta su más avanzada ancianidad— cuanto la necesidad de
atenerse a las primitivas enseñanzas para defenderse contra
todos los que querían ir "más allá" de las Palabras de
Jesucristo (II Juan 9), ya sea añadiéndoles o quitándoles algo
(Apoc. 22, 18), ya queriendo obsequiar a Dios de otro modo que
como Él había enseñado (cf. Sab. 9, 10; Is. 1, 11 ss.), ya
abusando del cargo pastoral en provecho propio como Diótrefes
(III Juan 9). Pirot hace notar que "el Apocalipsis denunciaba la
presencia en Pérgamo de nicolaítas contra los cuales la
resistencia era peligrosamente insuficiente (Apoc. 2, 14-16)"
por lo cual, dado que las Constituciones Apostólicas mencionan a
Gayo el destinatario de esta Carta, al frente de dicha iglesia
(como a Demetrio en la de Filadelfia), sería procedente suponer
que aquélla fuese la iglesia confiada a Diótrefes y que éste
hubiese sido reemplazado poco más tarde por aquel fiel amigo de
Juan.
Judas
San Judas, hermano de Santiago el Menor, compuso la carta entre
los años 62 y 67, con el fin de fortalecer en la fe a los
judío-cristianos y prevenirlos contra la doctrina de los falsos
doctores. Dado que esta es una preocupación común en todos los
escritos apostólicos, en muchos pasajes tiene esta Carta notoria
semejanza con la II de Pedro.
El
Apocalipsis
Apocalipsis, esto es, Revelación de Jesucristo, se llama este
misterioso Libro, porque en él domina la idea de la segunda
Venida de Cristo (cf. 1, 1 y 7; I Pedro 1, 7 y 13). Es el último
de toda la Biblia y su lectura es objeto de una bienaventuranza
especial y de ahí la gran veneración en que lo tuvo la Iglesia
(cf. 1, 3 y nota), no menos que las tremendas conminaciones que
él mismo fulmina contra quien se atreva a deformar la sagrada
profecía agregando o quitando a sus propias palabras (cf. 22,
18).
Su autor es Juan, siervo de Dios (1, 2) y desterrado por causa
del Evangelio a la isla de Patmos (1, 9). No existe hoy duda
alguna de que este Juan es el mismo que nos dejó también el
Cuarto Evangelio y las tres Cartas que en el Canon llevan su
nombre. "La antigua tradición cristiana (Papías, Justino,
Ireneo, Teófilo, Cipriano, Tertuliano, Hipólito, Clemente
Alejandrino, Orígenes, etc.) reconoce por autor del Apocalipsis
al Apóstol San Juan" (Schuster-Holzammer).
Vigouroux, al refutar a la crítica racionalista, hace notar cómo
este reconocimiento del Apocalipsis como obra del discípulo
amado fue unánime hasta la mitad del siglo III, y sólo entonces
"empezó a hacerse sospechoso" el divino Libro a causa de los
escritos de su primer opositor Dionisio de Alejandría, que
dedicó todo el capítulo 25 de su obra contra Nepos a sostener su
opinión de que el Apocalipsis no era de S. Juan "alegando las
diferencias de estilo que señalaba con su sutileza de
alejandrino entre los Evangelios y Epístolas por una parte y el
Apocalipsis por la otra". Por entonces "la opinión de Dionisio
era tan contraria a la creencia general que no pudo tomar pie ni
aún en la Iglesia de Alejandría, y S. Atanasio, en 367, señala
la necesidad de incluir entre los Libros santos al Apocalipsis,
añadiendo que "allí están las fuentes de la salvación". Pero la
influencia de aquella opinión, apoyada y difundida por el
historiador Eusebio, fue grande en lo sucesivo y a ella se debe
el que autores de la importancia de Teodoreto, S. Cirilo de
Jerusalén y S. Juan Crisóstomo en todas sus obras no hayan
tomado en cuenta ni una sola vez el Apocalipsis (véase en la
nota a 1, 3 la queja del 4o. Concilio de Toledo). La debilidad
de esa posición de Dionisio Alejandrino la señala el mismo autor
citado mostrando no sólo la "flaca" obra exegética de aquél, que
cayó en el alegorismo de Orígenes después de haberlo combatido,
sino también que, cuando el cisma de Novaciano abusó de la
Epístola a los Hebreos, los obispos de Africa adoptaron
igualmente como solución el rechazar la autenticidad de todo ese
Libro y Dionisio estaba entre ellos (cf. Introducción a las
Epístolas de S. Juan). "S. Epifanio, dice el P. Durand, había de
llamarlos sarcásticamente (a esos impugnadores) los Alogos, para
expresar, en una sola palabra, que rechazaban el Logos (razón
divina) ellos que estaban privados de razón humana (a-logos)".
Añade el mismo autor que el santo les reprochó también haber
atribuido el cuarto Evangelio al hereje Cerinto (como habían
hecho con el Apocalipsis), y que más tarde su maniobra fue
repetida por el presbítero romano Cayo, "pero el ataque fue
pronto rechazado con ventaja por otro presbítero romano mucho
más competente, el célebre S. Hipólito mártir".
S. Juan escribió el Apocalipsis en Patmos, una de las islas del
mar Egeo que forman parte del Dodecaneso, durante el destierro
que sufrió bajo el emperador Domiciano, probablemente hacia el
año 96. Las destinatarias fueron "las siete Iglesias de Asia"
(Menor), cuyos nombres se mencionan en 1, 11 (cf. nota) y cuya
existencia, dice Gelin, podría explicarse por la irradiación de
los judíos cristianos de Pentecostés (Hech. 2, 9), así como
Pablo halló en Éfeso algunos discípulos del Bautista (Hech. 19,
2).
El objeto de este Libro, el único profético del Nuevo
Testamento, es consolar a los cristianos en las continuas
persecuciones que los amenazaban, despertar en ellos "la
bienaventurada esperanza" (Tito 2, 13) y a la vez preservarlos
de las doctrinas falsas de varios herejes que se habían
introducido en el rebaño de Cristo. En segundo lugar el
Apocalipsis tiende a presentar un cuadro de las espantosas
catástrofes y luchas que han de conmover al mundo antes del
triunfo de Cristo en su Parusía y la derrota definitiva de sus
enemigos, que el Padre le pondrá por escabel de sus pies (Hebr.
10, 13). Ello no impide que, como en los vaticinios del Antiguo
Testamento y aún en los de Jesús (cf. p. ej. Mt. 24 y
paralelos), el profeta pueda haber pensado también en
acontecimientos contemporáneos suyos y los tome como figuras de
lo que ha de venir, si bien nos parece inaceptable la tendencia
a ver en estos anuncios, cuya inspiración sobrenatural y alcance
profético reconoce la Iglesia, una simple expresión de los
anhelos de una lejana época histórica o un eco del odio contra
el imperio romano que pudiera haber expresado la literatura
apocalíptica judía posterior a la caída de Jerusalén. A este
respecto la reciente Biblia de Pirot, en su introducción al
Apocalipsis, nos previene acertadamente que "autores católicos
lo han presentado como la obra de un genio contrariado... a
quien circunstancias exteriores han obligado a librar a la
publicidad por decirlo así su borrador" y que en Patmos faltaba
a Juan "un secretario cuyo cálamo hubiese corregido las
principales incorrecciones que salían de la boca del maestro que
dictaba". ¿No es esto poner aun más a prueba la fe de los
creyentes sinceros ante visiones de suyo oscuras y misteriosas
por voluntad de Dios y que han sido además objeto de
interpretaciones tan diversas, históricas y escatológicas,
literales y alegóricas pero cuya lectura es una bienaventuranza
(1, 3) y cuyo sentido, no cerrado en lo principal (10, 3 y
nota), se aclarará del todo cuando lo quiera el Dios que revela
a los pequeños lo que oculta a los sabios? (Lc. 10, 21). Para el
alma "cuya fe es también esperanza" (I Pedro 1, 19), tales
dificultades, lejos de ser un motivo de desaliento en el estudio
de las profecías bíblicas, muestran al contrario que, como dice
Pío XII, deben redoblarse tanto más los esfuerzos cuanto más
intrincadas aparezcan las cuestiones y especialmente en tiempos
como los actuales, que los Sumos Pontífices han comparado tantas
veces con los anuncios apocalípticos (cf. 3, 15 s. y nota) y en
que las almas, necesitadas más que nunca de la Palabra de Dios
(cf. Am. 8, 11 y nota), sienten el ansia del misterio y buscan
como por instinto refugiarse en los consuelos espirituales de
las profecías divinas (cf. Ecli. 39, 1 y nota), a falta de las
cuales están expuestas a caer en las fáciles seducciones del
espiritismo, de las sectas, la teosofía y toda clase de magia y
ocultismo diabólico. "Si no le creemos a Dios, dice S. Ambrosio,
¿a quién le creemos?".
Tres son los sistemas principales para interpretar el
Apocalipsis. El primero lo toma como historia contemporánea del
autor, expuesta con colores apocalípticos. Esta interpretación
quitaría a los anuncios de S. Juan toda su trascendencia
profética y en consecuencia su valor espiritual para el
creyente. La segunda teoría, llamada de recapitulación, busca en
el libro de S. Juan las diversas fases de la historia
eclesiástica, pasadas y futuras, o por lo menos de la historia
primera de la Iglesia hasta los siglos IV y V, sin excluir el
final de los tiempos. La tercera interpretación ve en el
Apocalipsis exclusivamente un libro profético escatológico, como
lo hicieron sus primeros comentadores e intérpretes, es decir S.
Ireneo, S. Hipólito, S. Victorino, S. Gregorio Magno y, entre
los posteriores modernos, Ribera, Cornelio a Lápide, Fillion,
etc. Este concepto, que no excluye, como antes dijimos, la
posibilidad de las alusiones y referencias a los acontecimientos
históricos de los primeros tiempos de la Iglesia, se ha impuesto
hoy sobre los demás, como que, al decir de Sickenberger, la
profecía que Jesús revela a S. Juan "es una explanación de los
conceptos principales del discurso escatológico de Jesús,
llamado el pequeño Apocalipsis".
Debemos además tener presente que este sagrado vaticinio
significa también una exhortación a estar firmes en la fe y
gozosos en la esperanza, aspirando a los misterios de la
felicidad prometida para las Bodas del Cordero. Sobre ellos dice
S. Jerónimo: "el Apocalipsis de S. Juan contiene tantos
misterios como palabras; y digo poco con esto, pues ningún
elogio puede alcanzar el valor de este Libro, donde cada palabra
de por sí abarca muchos sentidos". En cuanto a la importancia
del estudio de tan alta y definitiva profecía, nos convence ella
misma al decirnos, tanto en su prólogo como en su epílogo, que
hemos de conservar las cosas escritas en ella porque "el momento
está cerca (1, 3; 22, 7). Cf. I Tes. 5, 20; Hebr. 10, 37 y
notas. "No sea que volviendo de improviso os halle dormidos. Lo
que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad! (Marc. 13, 36
s.). A "esta vela que espera y a esta esperanza que vela" se ha
atribuido la riqueza de la vida sobrenatural de la primitiva
cristiandad (cf. Sant. 5, 7 y nota).
En los 404 versículos del Apocalipsis se encuentran 518 citas
del Antiguo Testamento, de las cuales 88 tomadas de Daniel. Ello
muestra sobradamente que en la misma Biblia es donde han de
buscarse luces para la interpretación de esta divina profecía, y
no es fácil entender cómo en visiones que S. Juan recibió
transportado al cielo (4, 1 s.) pueda suponerse que nos haya ya
dejado, en los 24 ancianos, "una transposición angélica de las
24 divinidades babilónicas de las constelaciones que presidían a
las épocas del año", ni cómo, en las langostas de la 5a.
trompeta, podría estar presente "la imaginería de los
centauros", etc. Confesamos que, estimando sin restricciones la
labor científica y crítica en todo cuanto pueda allegar
elementos de interpretación al servicio de la Palabra divina, no
entendemos cómo la respetuosa veneración que se le debe pueda
ser compatible con los juicios que atribuyen al autor
incoherencias, exageraciones, artificios y fallas de estilo y de
método, como si la inspiración no le hubiese asistido también en
la redacción, si es verdad que, como lo declara el Concilio
Vaticano, confirmando el de Trento, la Biblia toda debe
atribuirse a Dios como primer autor.
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DE INFORMACIÓN
SE HA RECURRIDO A DIVERSAS FUENTES ESCRITAS COMO DE LA RED
DE INTERNET, DE LAS QUE SE DESTACAN:
www.enciclopediacatolica.com
www.aciprensa.com
www.caminando-con-jesus.org
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